miércoles, 16 de febrero de 2011

“–Doy cuanto tengo– dice el generoso;…

–Doy cuanto valgo– dice el abnegado; –Doy cuanto soy– dice el héroe; –Me doy a mí mismo– dice el santo; y tú con él, y al darte: –Doy conmigo el universo entero–. Para ello tienes que hacerte universo, buscándolo dentro de ti. ¡Adentro!”

Miguel de Unamuno, “¡Adentro!”. En El Caballero de la Triste Figura, Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1951, pp. 117-118

El pasaje de Unamuno me hizo pensar en algo peculiar. Hay dos maneras de pensar en el infinito: en lo inmenso o en lo diminuto. Si lo pensamos con respecto a números, aparece el infinito hacia las cantidades incomprensiblemente grandes, o bien hacia las cantidades absurdamente pequeñas. Una línea imaginaria puede ser infinita en longitud, pero también, si tiene un largo específico, se le pueden hacer cortes infinitos, según la famosa paradoja de Zenón. Si se piensa en el tiempo linealmente, hay infinitud hacia adelante y hacia atrás, pero también un momento dado puede tener una infinitud de instantes.

Pues bien, Unamuno parece hacernos recordar que así como hay un infinito exterior, hacia la inmensidad del espacio, hay otro infinito interior, hacia lo inconmensurable de la conciencia (llámesele alma, si se quiere) de cada uno de nosotros. Y el supremo valor que defiende aquí Unamuno está en hacerle frente a esa infinitud interior en tanto que tal, asumirla casi como un ideal de vida. Es decir, ver la propia vida no como algo ya construido o planeado de antemano, sino como un continuo proceso de construcción donde cada bloque ha sido fraguado desde las entrañas.

San Agustín creía encontrar a dios hurgando dentro de sí, Unamuno, convencido de lo mismo, hace del hurgar el requisito para volverse universo, hallando y recorriendo infinitos senderos, ensanchándose al absorber el infinito exterior, y así, irradiarlo a los demás.