martes, 21 de junio de 2011

“Entraba en una fonda, un figón, una bodega de las que…

…tienen mesa reservada a sus fieles clientes detrás del mostrador, y, ante una olorosa sopera sacada por el ventanillo de la cocina, ante una naturaleza muerta –jamás pintada por maestro alguno– de aguacates y lechugas alhajados por aros de cebolla, me sorprendía a mí mismo dando –broma que te bromea– un curso académico a Vera –con método, dialéctica, sistema y todo– acerca de los manjares de texturas y colores nuevos para ella, inventando la teoría de la malanga, la casuística del ñame, en términos guasonamente eruditos, ergotantes, magistrales, al ritmo de tenedores percutiendo en platos mellados, entre la aceitera de tres bocas y el pomo de las guindillas. Y montado en cátedra, largaba yo mi curso académico: Vatel, Carème, inventores de técnicas culinarias aún vigentes, padres de toda una filosofía de las salsas y aderezos, fueron los Descartes, los Malebranche, de la marmita y del sartén, como en este siglo había sido el maestro Prosper Montagné, autor de un gran tratado incluido en la biblioteca enciclopédica de Larousse, el Bergson de las ollas, los hornos, el baño de María, y las altas ciencias que conducían a lograr las obras maestras, de muy difícil ejecución, que eran una brioche dorada y untuosa, un hojaldre de liviana y crujiente realidad… Y es que en Europa se había elaborado una metafísica de la cocina, un acercamiento por la Razón, el Logos, a las esencias puras de lo comestible, con sus consiguientes accidentes empíricos, estableciéndose así una suerte de fenomenología del manducar, del salivar, del tragar, bien distinto de nuestro historicismo de la cocina que especulaba con los hábitos gustativos dejados en el paladar de todos por un choque de razas, y un acomodo temporal de pueblos diferentes que consigo traían sus maneras de saborear y engullir.”

Alejo Carpentier, La Consagración de la Primavera, Siglo XXI, México, 1979, pp. 210-211.

Es un pasaje de Carpentier que me pareció verdaderamente memorable. Se nota aquí un cierto humor muy suyo, mediante el cual juega una y otra vez mezclando lo “alto” y lo “bajo” de un modo admirable. Me imagino que Rabelais fue, en algún momento de la formación de Carpentier, un autor al que frecuentó con placer. De pronto, al leer a Carpentier, parece ser que toda frontera es fácilmente diluible y franqueable. Todo es susceptible de relacionarse con los asuntos aparentemente más diversos, y ello le da un brillo inesperado a su prosa, que se transforma en una continua sorpresa para el lector, y a veces en la más sonora carcajada.

De verdad que hacía mucho que no me reía tanto al leer un libro. Hace unos minutos los de la mesa de al lado, en este café, me han echado una mirada casi reprobatoria y de extrañeza. Pero ¿cómo evitarlo al leer cosas como “la casuística del ñame” o “el Bergson de las ollas”? Los ceñudos filósofos morales y los que hablan con nariz respingona y elevada del élan vital podrán patalear o hacer berrinches, pero ¿qué más da? La inteligencia también es para reír.

viernes, 10 de junio de 2011

“Escuchadme: vosotros habéis tratado a un ser humano durante años y años;…

… estáis ligados a él por la amistad o por el amor; conocéis todos los escondrijos de su espíritu; gozáis de todos los tesoros de su bondad y de su inteligencia. Y, sin embargo –oídlo bien–, este goce largo y tranquilo de una amistad o de un amor no os proporcionará este placer profundo, esta expansión de todo vuestro ser que experimentáis en estos momentos rapidísimos, al sentir que vuestro espíritu se pone en contacto súbito con el alma de una mujer que os es desconocida, que tal vez no vais a volver a ver; pero en la cual se ha producido también, de pronto, el mismo fenómeno que en vosotros, y con la cual, durante este minuto supremo, os sentís invenciblemente compenetrados…”

Azorín, Tiempos y cosas, Salvat Editores, España, 1982, pp. 124-125.

Acabo de leer por primera vez a Azorín –lo conocía sólo por el nombre, la verdad– y he de confesar que es uno de los mayores descubrimientos literarios que he hecho en mucho tiempo. Me dejó azorado. Es una de esas mentes enteramente volcadas a lo inmediato en tanto que principio generador de la reflexión, en la más pura tradición de Montaigne y Emerson.

Respecto al pasaje, creo que expresa algo que todos hemos sentido alguna vez. Y es que ese instante en que, por un azar inaudito, dos miradas se cruzan entre el ir y venir de transeúntes, es algo que muchas veces adquiere una densidad inusitada y logra calar en lo más hondo de cada persona. Es casi como si en ese segundo se condensara toda esa madeja de experiencias, proyectos y sentimientos que nos definen y nos delimitan. Es un puente súbito entre dos espíritus, un puente cuyo valor está también en el hecho mismo de que morirá, de que cada uno seguirá su camino en busca de ese algo que siempre está más allá y detrás del cual se esconde, quizás, la muerte.

sábado, 4 de junio de 2011

“Porque vida silencio piel y boca…

… y soledad recuerdo cielo y humo

nada son sino sombras de palabras

que nos salen al paso de la noche”.

Xavier Villaurrutia, Nostalgia de la muerte, poemas y teatro, FCE, México, 1984, p. 58

Hay ciertos momentos en que sabemos que el hablar es imposible, que la voz se quedará adherida a la garganta, aferrada a una saliva seca y terrosa. Y a veces, con una oscura frecuencia, parece que lo que uno creía más inmediato, lo que proclamaba a gritos su estar ahí, se convierte en una sombra de palabra capaz de acecharnos por la noche. Es una emboscada del pasado, un peligro que nos asalta embozado y que de pronto lanza la horrible sugerencia de que, quizás, ya no existimos.

En esos momentos, los datos más esenciales de la vida, aquella piel y aquella boca, se vuelven sueños que nos acosan por la noche.