lunes, 30 de abril de 2012

“Pues no me agrada deplorar la vida,…

… cosa que muchos han hecho, incluso personas doctas, y no me pesa haber vivido, puesto que he vivido de tal modo que pueda juzgar no haber nacido en vano, y salgo de la vida como de un sitio de hospedaje, no de un hogar, pues la naturaleza nos ha dado un lugar de paso donde detenernos, no donde habitar.”

Cicerón, Marco Tulio, Catón el Mayor: Sobre la vejez, 84.

Las últimas páginas del libro De senectute (Sobre la vejez) de Cicerón están entre las que más me han impresionado en la literatura romana. Ahí uno encuentra la síntesis de su ideal de elocuencia: precisión y armonía en el decir, peso y sustancia en el pensamiento. Ahí, el gusto estético y la reflexión están totalmente entremezclados y no hay nada mejor que eso para un lector.

Lo que está de fondo en el pasaje es la creencia en la inmortalidad del alma, ese soplo vital que anima el cuerpo. Las ideas de Platón gravitan detrás de cada palabra, como una sombra que acecha a cada idea en torno a la muerte. Pero no es necesario comulgar con semejante concepción para intuir que se nos dice algo importante: no hay mejor manera de vivir que la que menciona Cicerón en boca del ya viejo Catón el Mayor; no tenemos otra opción sino vivir siempre, día a día, de tal modo que podamos considerar que no ha sido en vano lo que hemos hecho. Y no es necesario lanzarse a la “lucha social” para sentirlo, al menos eso creo yo. Basta con poder transmitir algo, sea conocimiento o una reflexión en alguien que quiere aprender, sea una emoción en un público, sea una visión del mundo o un sentido del deber en un hijo.

Y esto es lo importante: que tampoco hace falta estar convencido de la inmortalidad del alma para asumir la vida como un lugar de paso –una venta, como diría el Quijote–, pues pensar así nos hace siempre tener patente la muerte. Esto que vivimos no es todo lo que hay, también hay un puro y llano dejar de existir. Pensar así nos hace saber que la muerte está encima de cada objeto a nuestro alrededor como una espesa capa invisible que lo cubre todo. Levanto una taza de café y la muerte ahí está, agazapada en cada trago, agolpada en cada mirada, hundida en cada pensamiento…

lunes, 23 de abril de 2012

“Si usted quiere verdaderamente entregarse a alguien más, cállese…

… Y si tiene miedo de callar con él –a menos que este temor sea el temor o la avaricia augusta del amor que espera prodigios–, huya de él, pues el alma de usted ya sabe a qué atenerse. Hay seres con quienes el más grande de los héroes no se atrevería a callar, y almas que no tienen nada que esconder tiemblan aun así de que ciertas almas las descubran. Hay otras que no tienen silencio, y que matan el silencio a su alrededor; y son los únicos seres que pasan realmente inadvertidos. No logran traspasar la zona reveladora, la gran zona de la luz firme y fiel. No podemos hacernos una idea exacta de alguien que jamás ha guardado silencio. Se diría que su alma no ha tenido rostro.”
Maurice Maeterlinck, Le trésor des humbles, Editions Grasset & Fasquelle, París, 2008, p.24.

El silencio del que habla Maeterlinck no es el común, es decir, el que es oscuro y cercano a la muerte, sino el silencio luminoso que a veces, muy esporádicamente, intuimos como una compuerta abismal e infinita capaz de unirnos súbitamente a alguien en ciertos momentos cumbre. Lo que nos dice el escritor belga, y de muy diversos modos, es que hay cierto tipo de silencio casi metafísico mediante el cual, por así decirlo, dos almas se ven frente a frente y sin ningún tipo de ropaje, sin ninguna aspiración, deseo o intención de por medio, sin ningún rasgo exterior de la personalidad que sirva como filtro. Callamos y de pronto es como si viéramos el verdadero rostro de alguien, lo más hondo, eso que yace debajo de la intrincada maraña de costumbres adquiridas, modos de ser aprendidos y complejos lentamente construidos a lo largo de los años. Por eso nos dice Maeterlinck que más vale huir de aquél con quien ni siquiera nos travemos a estar en silencio, pues muchas veces las palabras –sin demeritar su funcion y sus enormes capacidades– sirven más para esconder que para mostrar. Por eso el que jamás deja de hablar pasa inadvertido, pues nunca llegamos a conocerlo realmente.
Al leer y releer a Materlinck, se me ocurre que quizás esa comunicación silenciosa que a veces logramos tener con alguien durante ciertos instantes es la más sencilla de todas, y por eso mismo la más profunda. Es ahí donde aflora nuestra parte más simple e infantil, no ese rostro que es con el que vivimos día a día y que también es nuestro, muy nuestro, sino esa parte medular, intrínseca y vital, que conforma nuestro yo más elemental. Es casi como si fuéramos un gran pozo que, hacia abajo, termina en un extremo pequeño y muy básico, como si nuestra personalidad fuera un enorme cono. Si nos dirigimos hacia arriba, la complejidad aumenta y ahí encontramos nuestras aspiraciones, nuestros intereses, nuestros planes, nuestras ideas, nuestros modos de actuar, etc.; pero si comenzamos a bajar, vemos que ahí abajo reposa un ser de voliciones que no podrían ser más simples. Ahí, todo se reduce a un querer, querer existir, querer sentir. Ése es el extremo que logramos ver en alguien más cuando callamos. Ahí abajo, todos somos iguales.

domingo, 8 de abril de 2012

“Si de mí dependiera formarme a mi albedrío,…

…creo que no hallaría ningún modo de ser, por óptimo que fuera, en el cual me resignara a fijarme para no poder desprenderme; la vida es un movimiento desigual, irregular y multiforme. No es ser amigo de sí mismo y menos todavía dueño, es ser esclavo de la propia individualidad el seguir incesantemente y el estar tan domado por las inclinaciones, que no nos sea dable rehuirlas ni torcerlas.”

Montaigne, Michel de, Ensayos, Libro III, Capítulo III.

Varios ejemplos un poco prosaicos de lo que dice Montagine me vienen instantáneamente a la mente: ¿Cuántas veces hemos estado convencidos de que determinada fruta o verdura no nos gustaba y después de años de evitarla, al probarla por azares del destino, nos percatamos de que nos gusta? ¿Cuántas veces eludimos y rehuimos determinadas actividades con el pretexto de que “no encajan con nuestro modo de ser”, como cantar, bailar o incluso llorar? Pareciera que vivimos constantemente atados a lo que creemos que nos es propio y a ese modelo que eternamente construimos de nosotros mismos y que queremos siempre reflejar a los demás, y al hacerlo nos cerramos nuevas vías, nuevas posibilidades, nuevas formas de ser, pensar o sentir.

Somos muy propensos a olvidar precisamente eso: nuestra propia heterogeneidad, nuestra capacidad para cambiar y adaptarse, para aprender cosas nuevas. Y es verdad que quienes defienden ciertas ideas a ultranza muchas veces son de estrechas miras o de poco criterio, pues jamás se permiten romper sus propias reglas sólo para ver qué es lo que hay del otro lado, para adquirir otras perspectivas. Todos tenemos inclinaciones muy definidas, pero en ocasiones es bueno no seguirlas y aventurarse por otros caminos. Más de alguno podrá conducirnos a parajes insospechados.