miércoles, 20 de junio de 2012

“Se diría que, desde que piensa, el hombre ha presentido y temido a un ser nuevo,…

… más fuerte que él, sucesor suyo en este mundo, y que, sintiéndole próximo y no pudiendo prever la naturaleza de este maestro, ha creado, en su terror, toda la población fantástica de seres ocultos, fantasmas vagos nacidos del miedo”.

Guy de Maupassant, El Horla y otros cuentos de crueldad y delirio, Traducción de Mario Armiño, Valdemar, Madrid, 2002, pp. 62-63.

 

El conocido cuento de Maupassant, el Horla, es un buen ejemplo de la forma en que suele obrar la literatura en nuestra mentalidad y en nuestras ideas, atentando sobre todo con lo que se consideran los límites de lo razonable y traspasándolos. Es casi como si la literatura ensanchara el círculo de lo que se considera concebible, pues siempre tiene la capacidad para mostrarnos algo nuevo, algo inimaginado e inaudito, un más allá inesperado. Nos hace siempre tener presente que el mundo de actitudes, ideas, concepciones y razonamientos dentro del cual nos movemos cotidianamente no es en el fondo algo absoluto e inamovible, sino algo contingente y en ocasiones arbitrario.

Quizás por eso la locura es uno de esos grandes temas que ha explorado la literatura. Y esto es precisamente lo que está de fondo en el pasaje de Maupassant: mostrar que siempre hemos intuido de algún modo ese más allá, lo que está después de la frontera, y que por el miedo que nos ha provocado el asomarnos en ese afuera por instantes, hemos poblado nuestra imaginación de seres fantásticos. Sólo que Maupassant lleva esta idea al extremo: nos sugiere que, quizás, al ver hacia afuera hemos atisbado una existencia concreta, una materialización de ese exterior delirante. Se trataría de un ser enteramente distinto que se mueve en un plano completamente ajeno a nuestros sentidos y que por tanto no podríamos percibir, pero cuya fuerza sería tal, que nosotros no podríamos sino postrarnos ante él y obeceder sus órdenes.

La idea es aterradora, francamente, y lo es más en la medida en que Maupassant nos hace ver que algo así, que pensaríamos inconcebible, es en realidad razonable.

domingo, 10 de junio de 2012

“Hay un momento en la juventud en que todo…

…es posible, en que todo es poco en la inmensidad de nuestra vida”.

Adolfo Bioy Casares, Historia prodigiosa, Club Internacional del Libro, Madrid, 1956, p. 84.

 

La frase me dejó sin aliento. Y es que ahora, sin ser viejo, pienso en momentos de adolescencia y me veo como algo totalmente abierto, donde todas las posibilidades y todos los caminos factibles se mantenían latentes. Ahí estaba yo, con todos los posibles “yo” frente a mí, viéndome y esperando a que tomara mis decisiones. El miedo a elegir una vía precisa no viene de la inseguridad respecto ella, sino de la callada consciencia de que escoger un sendero significa olvidar el resto. Abro una puerta, sí, pero estoy cerrando las demás. Avanzo en la vida, elijo, tomo decisiones a cada momento, y poco a poco me adentro por un camino que es sólo mío y por donde tengo que ir con un fardo cada vez más abultado: mientras más avanzo, más siento la obligación de cumplirle a las decisiones ya tomadas, de ser coherente conmigo mismo. La responsabilidad no es más que otra palabra para ese fardo. Vivir traquilo depende de la facilidad para asimilar esa carga y transformarla en motor de las propias acciones.

Pero, en cambio, la juventud no tiene esa coherencia como transfondo de las acciones, ella construye su propia coherencia a cada acto y a cada momento. Está plenamente abierta. Por eso, ahí, todo el mundo, todas las cosas, todas las posibilidades, se quedan cortas, son poco frente a la inmensidad de la vida que se abre ante nosotros.

Quizás el único problema, y que no menciona Bioy Casares, es que es precisamente cuando somos jóvenes cuando menos nos damos cuenta de todo esto. Y los mayores sentimos la necesidad de advertir “ten cuidado con lo que elijas, porque esto podría determinar el resto de tu vida”, pero para un adolescente es sin duda una frase insufrible, algo casi terrorífico; si pensara eso cada vez que toma decisiones, sería incapaz de tomarlas. Somos, pues, seres muy extraños: precisamente cuando somos más libres es el momento en que menos lo sabemos.

miércoles, 6 de junio de 2012

“Lo que vemos de las cosas son las cosas…

… ¿Por qué habríamos de ver una cosa si hubiera otra? ¿Por qué ver y oír sería ilusionarnos si ver y oír son ver y oír?”

Fernando Pessoa, Plural de nadie, Aforismos, Selección y versiones de Miguel Ángel Flores, Verdehalago/UANL, México, 2005.

 

Se trata de una protesta directa de Pessoa contra siglos de filosofía.  Y es que la filosofía se basa enteramente en una distinción que nos instaura inmediatamente en el terreno de lo insoluble, a saber, aquélla entre el ser y el parecer. Tan pronto como hacemos tal distinción, avanzamos por ese largo camino que han recorrido los filósofos de muy diversas maneras, pero siempre con la idea detrás de una jerarquía entre el ser y el parecer, donde, evidentemente, lo primero está por encima de lo segundo. Y así, pensamos que hay una esencia detrás de las cosas que no corresponde a lo que nos dicen nuestros sentidos de ello, algo que la ciencia confirma en cierto modo al hacernos imaginar átomos y subpartículas interactuando de miles de maneras para formar las sillas en que nos sentamos, las camas en las que amamos. Y de pronto, el mero acto de ver u oír queda desvalorizado y visto como una mera ilusión, un engaño de nuestro cuerpo y que debemos eliminar mediante la mente y el pensamiento.

Pero no, dice Pessoa. Lo que percibimos de los objetos son los objetos mismos. No hay que buscar más. No hay un misterio escondido detrás de las cosas aguardando al filósofo visionario para que nos lo desvele. El mundo es el mundo, no una esencia del mundo que debe distinguirse de su manifestación. Todo, en suma, es una gran tautología. Ver es precisamente eso, ver, y nada más. Así entendido, dejamos de desvalorizar el ver y el oír y los hacemos lo más importante, ya no algo en un segundo plano. En el mundo de Pessoa, entonces, no tiene sentido alguno la pregunta “¿qué es realmente…?”, que implica automáticamente aquella distinción, sino la pregunta “¿cómo lo estoy viendo y viviendo?”, y éste es el disparador para que la cosa misma se convierta en miles de cosas más, ajenas a una esencia única, para que todo brille y rutile según sus diversas e infinitas modalidades, que es justamente lo que nos muestran diariamente los poetas al escribir.