martes, 24 de julio de 2012

“Pongamos que estás en el campo, en alguna zona de montañas y lagos…

… Toma prácticamente el camino que quieras y lo más probable es que te lleve a un valle y te deje ahí junto a un estanque en la corriente. Hay magia en eso. Deja que el hombre más distraído se sumerja en sus ensoñaciones más profundas, ponlo de pie, haz que comience a caminar e infaliblemente te conducirá al agua, si es que hay agua en toda esa región. Si alguna vez estás sediento en el gran desierto americano, prueba este experimento si tu caravana está casualmente provista de un profesor metafísico. Sí, como todos lo saben, la reflexión y el agua están eternamente unidas”.
Herman Melville, Moby-Dick or The Whale, Penguin Books, Londres, 2003, p. 4.

Es una de las reflexiones iniciales de la conocida novela de Melville, un pasaje que se me quedó particularmente grabado cuando leí el libro hace ya algún tiempo. Ésta es justamente la explicación inicial que da Ismael, el personaje central, para embarcarse a la mar como marinero y dejarlo todo, abandonando su vida en tierra como si fuera una maleta vieja que ya no necesita para la travesía que se abre infinita ante él.
Y es que todos sabemos que la naturaleza, en la extensa variedad de paisajes que nos ofrece, ejerce sobre cada uno de nosotros un magnetismo que varía en función de nuestra personalidad. Pero entre toda esa diversidad natural, es sin duda con el mar con el que todos, casi sin excepción, quedamos embelasados, aunque sea por instantes. Es casi como si frente al mar el hombre recordara sus más hondos instintos metafísicos.
Pienso en el sol cayendo oblicuamente sobre las olas; me imagino el ir y venir de las aguas agitando esos dorados sobre la superficie, esas chispas y líneas de luz que nacen y mueren en instantes; observo esos vaivenes interminables y su infinita extensión hacia el horizonte, hacia un azul cada vez más oscuro y denso; y no puedo sino sentirme sobrecogido ante lo inmenso y, así, atisbar por un momento ese más allá que nos rodea a cada paso, esa otra realidad que se cierne siempre sobre nosotros pero que, por un azar inexplicable y aun así comprensible, sólo experimentamos frente al mar. Ahí, estamos de cara a lo inconmensurable.

Dejo el original en inglés (las traducciones siempre son criticables):
“Say you are in the country; in some high land of lakes. Take almost any path you please, and ten to one it carries you down in a dale, and leaves you there by a pool in the stream. There is magic in it. Let the most absent-minded of men be plunged in his deepest reveries- stand that man on his legs, set his feet a-going, and he will infallibly lead you to water, if water there be in all that region. Should you ever be athirst in the great American desert, try this experiment, if your caravan happen to be supplied with a metaphysical professor. Yes, as every one knows, meditation and water are wedded for ever.”
Herman Melville, Moby-Dick or The Whale, Penguin Books, Londres, 2003, p. 4.

martes, 3 de julio de 2012

“Y nos lanzamos a enseñarles a leer…

…y había que ver el espectáculo que domingo a domingo daba, por ejemplo, Carlos Pellicer. Su cuerpo bajo y menudo, aun su cabeza, entonces con una cabellera bien poblada, no podían darle la estampa de sacerdote; pero sí aquella voz y esa feliz combinación de una preciosa veta religiosa y un instinto seguro de la escena y el teatro. Carlitos llegaba a cualquier vecindad de barrio pobre, se plantaba en el centro del patio mayor, comenzaba por palmear ruidosamente, después hacía un llamamiento a voz en cuello, y cuando había sacado de sus escondrijos a todos, hombres, mujeres y niños, comenzaba su letanía: a la vista estaba ya la aurora del México nuevo, que todos debíamos construir, pero más que nadie ellos, los pobres, el verdadero sustento de toda sociedad. Él, simple poeta, era ave de paso, apenas podía servir para encarrilarlos en sus primeros pasos; por eso sólo pretendía ayudarles a leer, para que después se alimentaran espiritualmente por su propia cuenta. Y en seguida el alfabeto, la lectura de una buena prosa, y al final, versos, demostración inequívoca de lo que se podía hacer con una lengua que se conocía y que se amaba. Carlos nunca tuvo un público más atento, más sensible, que llegó a venerarlo”.

Daniel Cosío Villegas, “La generación de 1915”, en El intelectual mexicano y la política, Planeta/Joaquín Mortiz, México, 2002, pp. 10-11.

 

Éste es un pasaje que me impresionó fuertemente hace algunos años y ahora, en este clima tan político, me vino irremediablemente a la cabeza, justo ahora que hemos visto que los votos se compran con facilidad y que se organizan taxis y camionetas para pasar a las zonas más pobres y llevar a la gente a que vote por el PRI, como ocurrió justamente en Yucatán.

En la facción más extrema de la enorme masa inconforme con los resultados electorales, se han visto aparecer referencias a la Revolución de 1910, pero no se ha mencionado a la generación de intelectuales que contribuyeron a aquella transformación social mediante su quehacer educativo. Se me ocurre ahora que, quizás, esa intensa y heterogénea movilización universitaria que hemos visto casi institucionalizarse como #YoSoy132, reclamando su carácter “oficial” frente a otras ramas “espurias”, podría canalizar una parte de su energía no sólo a las marchas y a la difusión (que ya han hecho) de los contenidos disponibles en internet, sino también a la educación misma. Quizás ahí está una de las vías para mantenerse vigente en tiempos postelectorales.

Pellicer, si vivera ahora, iría precisamente a las zonas de donde salieron acarreados del PRI y donde se repartieron despensas y dinero en efectivo, y haría su contribución (modesta, quizás, pero profundamente simbólica) ayudando a mejorar las habilidades de lecto-escritura de la gente, lo cual, como sabemos, es la piedra angular del juicio y la capacidad crítica de todo individuo.