miércoles, 23 de octubre de 2013

"¿Cuál es el objeto del arte?...

...Si la verdad llegase directamente a nuestros sentidos y a nuestra conciencia, si pudiésemos entrar en comunicación directa con las cosas y con nosotros mismos, creo que el arte sería inútil, o más bien, que todos nosotros seríamos artistas, pues nuestra alma vibraría entonces continuamente al unísono de la naturaleza. Nuestra vista, ayudada por la memoria, recortaría en el espacio y fijaría en el tiempo cuadros inimitables. Nuestra mirada captaría al vuelo, esculpidos en el mármol viviente del ser humano, fragmentos de estatua tan bellos como los de la estatuaria antigua. Oiríamos cantar en el fondo de nuestras almas, como una música, unas veces alegre, más a menudo quejumbrosa, original siempre, la melodía de nuestra vida interior. Todo eso está a nuestro alrededor, todo eso está en nosotros, y sin embargo, nada de eso percibimos con claridad. Entre la naturaleza y nosotros, más aún, entre nosotros y nuestra propia conciencia se interpone un velo, un espeso velo para el común de los seres humanos, pero sutil y transparente para el artista, el amante y creador del arte. ¿Qué hada ha tejido ese velo?. ¿Fue por maldad o por bondad?".

Henri Bergson, La Risa, Ensayo sobre la significación de lo cómico, Alianza Editorial, Madrid, 2008, p. 108.


Es una de las más claras definiciones que he leído sobre el objeto del arte. Hay dos abismos en los que siempre nos hemos asomado y que jamás hemos logrado descifrar por completo: uno externo que se abre hacia el mundo, que, por ejemplo, se siente de golpe cuando vemos al horizonte y sólo hay mar, interminablemente mar; y otro interno que intuimos cuando nos damos cuenta de que nuestra alma es un pozo sin fondo, un oscuro agujero donde se abren pasadizos que jamás hemos visto. Esos dos abismos se mantienen como tales precisamente a causa del velo del que habla Bergson. El arte sería entonces ese puente -eso sí, siempre falible, frágil y cambiante- que hemos tendido de muchas maneras hacia esos dos abismos. 

domingo, 18 de agosto de 2013

"Tal vez esta oquedad que nos estrecha...

...en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe nuestra noción de Él, de azul".
José Gorostiza, "Muerte sin fin", en Poesía, FCE, México 1971, p. 109

Metáfora particularmente estimulante y que es el núcleo de donde se origina todo el famoso poema de Gorostiza. ¿Y de dónde viene su fuerza? Pues, sencillamente, del hecho de que en una sola imagen se encapsula la vida y la muerte: vivimos mientras nuestra conciencia, ese elemento líquido, maleable y amorfo, se mantiene aprisionada por este vaso; morimos cuando ese vidrio contenedor se rompe y nos deja salir, para fusionarnos con el mundo como una gota de agua que cae en el mar. Y este vaso está tan cerca, que apenas lo vemos; o mejor dicho, es la condición misma de nuestra observación, pues a través de él percibimos el mundo. Y claro, por su propio material translúcido, impone una forma determinada en nuestra visión aunque no nos percatemos o no queramos aceptarlo. Colorea incluso nuestra concepción de dios y lo hace, por supuesto, dejando un tenue brillo azulado. Y tiene que ser azul, sí, pues estamos en un medio esencialmente acuático. Resuenan los versos de Manrique: "Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir". Por eso la muerte es una vuelta al origen, con los écos profundamente neoplatónicos que hay en esa idea: perder la individualidad y regresar al Uno, la morada inefable del Ser. Nos liberamos, así, de esa oscura prisión a la que estamos sometidos como condición misma de que podamos existir, pues sin esa celda nuestra alma se perdería y, por su propia naturaleza, vagaría por el mundo sin cuidado alguno, sólo viendo, sintiendo y experimentándolo todo, extasiada ante el delirio mecánico universal que se repite ante ella. 
Metáfora tremenda y particularmente fecunda, sin duda; capaz de articular alrededor de sí toda una serie de implicaciones. Las demás, sáquelas usted mismo...

martes, 4 de junio de 2013

"Con demasiada frecuencia desconocemos lo que aún hay de infantil,...

...por decirlo así, en la mayor parte de nuestras emociones de alegría. Sin embargo, ¡cuántos placeres presentes, si los examinásemos de cerca, se reducirían a recuerdos de placeres pasados! ¿Qué quedaría de muchas de nuestras emociones si las redujésemos a lo que tienen de estrictamente sentido, si les suprimiéramos todo lo que no es más que rememorado? Incluso ¡quién sabe si a partir de una edad determinada no nos volvemos impermeables a la alegría franca y nueva, y si las más dulces satisfacciones del hombre maduro no serán otra cosa sino sentimientos de infancia revividos, brisa perfumada que nos envía a bocanadas cada vez más raras un pasado cada vez más lejano!"

Henri Bergson, La risa, Ensayo sobre la significación de lo cómico, Alianza Editorial, Madrid, 2008, pp. 53-54.

La idea de Bergson tiene algo de cautivador. Uno piensa inmediatamente en un bebé que, antes de saber siquiera hablar, ya sabe reír. ¿Cómo es posible que no se haya reparado en la trascendencia de ese sencillo hecho? Y si pensamos en las cosas que hacen reír a un bebé, nos daremos cuenta de que en ellas siempre hay algo de sorpresa y de insistencia: el padre que se esconde para asustar al hijo y lo hace una y otra vez para prolongar el efecto e incluso acrecentarlo; la madre que le muerde insistentemente los pies a su bebé; etc. Son cosas sencillas, banales, y por eso es algo tan significativo. Y es que la risa tiene siempre algo de repetición, algo de martilleante que hace que siempre pueda volver a brotar en un instante. Siempre hay placer, por ejemplo, en contar una vez más algún evento risible, y muchas veces no es porque queramos darlo a conocer a alguien más, a quien se lo contamos, sino porque queremos recrearlo nosotros mismos. Por eso tanta gente repite las cosas que, cree, han causado gracia. Y así, nuestros momentos de alegría actual bien podrían ser un eco de un momento remoto que ya no recordamos conscientemente. Reír siendo "persona madura" sería entonces el mejor mecanismo para quitarnos las máscaras y hacer ver que sólo somos pedazos de carne que piensan y sienten; un mecanismo para instalarnos de golpe en aquel momento lejano en que sólo se vivía, se vivía a costa de todo, y se vivía así, sin más, intuyendo que nada más importa. Esos momentos infantiles que han quedado sepultados en la maraña de recuerdos que hemos creído importante retener... Quizás Bergson tenga razón, quizás ahí es donde está la alegría más pura, más franca, y por ello, tanto menos duradera...

martes, 26 de marzo de 2013

"Nada resulta más extraño ni más irritante...

...que las relaciones que se establecen entre hombres que sólo se conocen de vista, que diariamente, a todas horas, se tropiezan, se observan, viéndose obligados, por la etiqueta o por capricho a no saludarse ni cruzar palabra, manteniendo el engaño de la indiferencia perfecta. Se produce entre ellos inquietud e irritada curiosidad. Es la historia de un deseo de conocerse y tratarse insatisfecho, artificiosamente contenido, y, en especial, de una especie de estimación exaltada. Pues el hombre ama y honra al hombre mientras no pueda juzgarle. Y el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso".

Thomas Mann, Muerte en Venecia, Seix Barral / Origen, Barcelona, 1984, pp. 95-96.

Se trata de un pasaje memorable. Mann describe a la perfección algo que seguramente todos hemos sentido en algún momento, pues ¿con cuántas personas en la vida diaria nos cruzamos una y otra vez y aun así mantenemos siempre esa distancia que consideramos "correcta"? A veces, incluso, sabemos dónde trabajan o cómo se llaman, pero, por el prurito estúpido de no cruzar palabra alguna puesto que aún no nos conocemos formalmente, conservamos esa fingida frialdad y esa falsa indiferencia. Pero lo cierto es que casi siempre estamos intrigados, casi siempre nos asalta la curiosidad al ver a esas personas. En el fondo, aunque no lo hacemos normalmente, desearíamos familiarizarnos con ellas, tratarlas, comprobar   o desmentir nuestras primeras impresiones.
Y es que, en general, si la gente totalmente desconocida despierta por sí misma cierto interés en nosotros, tanto más lo hace cuando adquiere un rostro familiar que ya asociamos con ciertos lugares o ciertas actividades. Los parques y las plazas a menudo nos atraen sencillamente porque nos gusta ver al prójimo, imaginar su vida, atisbar sus penas, apenas dibujadas en una mueca o en una mirada perdida; pero cuando nos damos cuenta de que coincidimos con ciertas personas al ir a determinados lugares (conciertos, cafés, librerías, trabajo, escuela, etc.), ese prójimo enteramente ajeno toma una dimensión casi familiar y por ello mismo se vuelve más intrigante. Se trata de lo extraño y, al mismo tiempo, conocido. Es algo profundamente ajeno que de pronto se vuelve propio, a veces muy propio...
Y en ocasiones, momentos muy específicos de la vida, pasa que ponemos todas nuestras esperanzas en tales personas, todos nuestros anhelos de humanidad, nuestros más íntimos deseos de contacto. Por eso se forma lo que Mann llama una "estimación exaltada". Esa gente se vuelve para nosotros la idealización pura, idealización etérea que no conviene bajar de las nubes. Quizás por eso, porque intuimos que si la conocemos se derribará el ideal, porque sabemos que si examinamos desde muy cerca, desde la intimidad, veremos fallas y resquebrajaduras, quizás por eso mismo mantenemos tantas veces esa prudente distancia. Y así nos pasamos la vida ante ciertas personas: cruzando miradas de reconocimiento desde lejos y, cuando mucho, intercambiando ligeras sonrisas, aquiescencias implícitas de algo que tal vez jamás veremos materializado.

domingo, 17 de marzo de 2013

"No te asomes al fondo de mi vida...

Por mucho que atisbes, hallarás la sombra
de un enigma".

Enrique González Martínez, El poeta y su sombra, Selección de Francisco Hernández, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 77.

Se trata de un fragmento del poema Noli me tangere, que significa literalmente "No me toques". Selecciono este pasaje porque encierra en pocas palabras una idea que quedó firmemente impresa en mi mente. Es muy frecuente querer hurgar en el alma y en lo más profundo de ciertas personas. Quizás se debe a que en ocasiones pensamos que ahí encontraremos algo especial, algo que nos explique a nostros mismos, como si necesitáramos definir y comprender cabalmente al otro para poder dotarnos de sentido a nosotros mismos. Y así, nos lanzamos a la búsqueda de los detalles y características que nos revelen el alma de esa persona. Tenemos esa inclinación natural a querernos asomar a lo hondo de algunos, pero he aquí que de manera invariable, como sugiere González Martínez, descubrimos que eso es un pozo sin fondo. El alma es ese oscuro precipicio intangible en que se funda el ser de cada uno. Si nos asomamos ahí, ni siquiera veremos el enigma mismo, sino sólo la sombra de ese enigma enclavado en lo profundo.
Por eso, González Martínez repite en el poema "no me toques el alma, porque la estrujarías". El alma es algo tan tenue y sutil, tan propio e intransferible, que cualquier intento por acercarse a ella por parte de alguien más podría ser fatídico. Cualquier afán por asirla, que es al final lo que tantos tratamos de hacer cuando amamos a alguien, puede convertirse en una acción violenta. Cualquier intromisión por parte del prójimo puede terminar aplastándonos el alma, estrujándola.
Y así, amar implica casi siempre algún tipo de violencia sobre el otro. Volcar todas nuestras aspiraciones y nuestros más íntimos afanes hacia alguien más es una manera de expresar esas ganas de tocar el alma de otro ser humano. Queremos tenerla en las manos, sentirla, comprenderla, definirla y hermanarnos con ella. Queremos fusionarnos, diluirnos en ella, explicarnos con ella, pero lo cierto es que, ahí abajo, para cada ser humano que respira bajo este cielo y deambula por estas calles, para cada persona que suspira secretamente al ver la luna o las estrellas y se siente siempre más humana cuando recibe un abrazo sincero, para todos, en suma, lo único que hay en el fondo del alma es un enigma, la marca indeleble de una interrogante infinita.