martes, 26 de marzo de 2013

"Nada resulta más extraño ni más irritante...

...que las relaciones que se establecen entre hombres que sólo se conocen de vista, que diariamente, a todas horas, se tropiezan, se observan, viéndose obligados, por la etiqueta o por capricho a no saludarse ni cruzar palabra, manteniendo el engaño de la indiferencia perfecta. Se produce entre ellos inquietud e irritada curiosidad. Es la historia de un deseo de conocerse y tratarse insatisfecho, artificiosamente contenido, y, en especial, de una especie de estimación exaltada. Pues el hombre ama y honra al hombre mientras no pueda juzgarle. Y el deseo se engendra por el conocimiento defectuoso".

Thomas Mann, Muerte en Venecia, Seix Barral / Origen, Barcelona, 1984, pp. 95-96.

Se trata de un pasaje memorable. Mann describe a la perfección algo que seguramente todos hemos sentido en algún momento, pues ¿con cuántas personas en la vida diaria nos cruzamos una y otra vez y aun así mantenemos siempre esa distancia que consideramos "correcta"? A veces, incluso, sabemos dónde trabajan o cómo se llaman, pero, por el prurito estúpido de no cruzar palabra alguna puesto que aún no nos conocemos formalmente, conservamos esa fingida frialdad y esa falsa indiferencia. Pero lo cierto es que casi siempre estamos intrigados, casi siempre nos asalta la curiosidad al ver a esas personas. En el fondo, aunque no lo hacemos normalmente, desearíamos familiarizarnos con ellas, tratarlas, comprobar   o desmentir nuestras primeras impresiones.
Y es que, en general, si la gente totalmente desconocida despierta por sí misma cierto interés en nosotros, tanto más lo hace cuando adquiere un rostro familiar que ya asociamos con ciertos lugares o ciertas actividades. Los parques y las plazas a menudo nos atraen sencillamente porque nos gusta ver al prójimo, imaginar su vida, atisbar sus penas, apenas dibujadas en una mueca o en una mirada perdida; pero cuando nos damos cuenta de que coincidimos con ciertas personas al ir a determinados lugares (conciertos, cafés, librerías, trabajo, escuela, etc.), ese prójimo enteramente ajeno toma una dimensión casi familiar y por ello mismo se vuelve más intrigante. Se trata de lo extraño y, al mismo tiempo, conocido. Es algo profundamente ajeno que de pronto se vuelve propio, a veces muy propio...
Y en ocasiones, momentos muy específicos de la vida, pasa que ponemos todas nuestras esperanzas en tales personas, todos nuestros anhelos de humanidad, nuestros más íntimos deseos de contacto. Por eso se forma lo que Mann llama una "estimación exaltada". Esa gente se vuelve para nosotros la idealización pura, idealización etérea que no conviene bajar de las nubes. Quizás por eso, porque intuimos que si la conocemos se derribará el ideal, porque sabemos que si examinamos desde muy cerca, desde la intimidad, veremos fallas y resquebrajaduras, quizás por eso mismo mantenemos tantas veces esa prudente distancia. Y así nos pasamos la vida ante ciertas personas: cruzando miradas de reconocimiento desde lejos y, cuando mucho, intercambiando ligeras sonrisas, aquiescencias implícitas de algo que tal vez jamás veremos materializado.

domingo, 17 de marzo de 2013

"No te asomes al fondo de mi vida...

Por mucho que atisbes, hallarás la sombra
de un enigma".

Enrique González Martínez, El poeta y su sombra, Selección de Francisco Hernández, Fondo de Cultura Económica, México, 2005, p. 77.

Se trata de un fragmento del poema Noli me tangere, que significa literalmente "No me toques". Selecciono este pasaje porque encierra en pocas palabras una idea que quedó firmemente impresa en mi mente. Es muy frecuente querer hurgar en el alma y en lo más profundo de ciertas personas. Quizás se debe a que en ocasiones pensamos que ahí encontraremos algo especial, algo que nos explique a nostros mismos, como si necesitáramos definir y comprender cabalmente al otro para poder dotarnos de sentido a nosotros mismos. Y así, nos lanzamos a la búsqueda de los detalles y características que nos revelen el alma de esa persona. Tenemos esa inclinación natural a querernos asomar a lo hondo de algunos, pero he aquí que de manera invariable, como sugiere González Martínez, descubrimos que eso es un pozo sin fondo. El alma es ese oscuro precipicio intangible en que se funda el ser de cada uno. Si nos asomamos ahí, ni siquiera veremos el enigma mismo, sino sólo la sombra de ese enigma enclavado en lo profundo.
Por eso, González Martínez repite en el poema "no me toques el alma, porque la estrujarías". El alma es algo tan tenue y sutil, tan propio e intransferible, que cualquier intento por acercarse a ella por parte de alguien más podría ser fatídico. Cualquier afán por asirla, que es al final lo que tantos tratamos de hacer cuando amamos a alguien, puede convertirse en una acción violenta. Cualquier intromisión por parte del prójimo puede terminar aplastándonos el alma, estrujándola.
Y así, amar implica casi siempre algún tipo de violencia sobre el otro. Volcar todas nuestras aspiraciones y nuestros más íntimos afanes hacia alguien más es una manera de expresar esas ganas de tocar el alma de otro ser humano. Queremos tenerla en las manos, sentirla, comprenderla, definirla y hermanarnos con ella. Queremos fusionarnos, diluirnos en ella, explicarnos con ella, pero lo cierto es que, ahí abajo, para cada ser humano que respira bajo este cielo y deambula por estas calles, para cada persona que suspira secretamente al ver la luna o las estrellas y se siente siempre más humana cuando recibe un abrazo sincero, para todos, en suma, lo único que hay en el fondo del alma es un enigma, la marca indeleble de una interrogante infinita.