martes, 7 de octubre de 2014

"¿Es por indolencia, cobardía o insuficiencia de visión...

...que todos [los escritores] se limitan a diseñar la zona superior y luminosa de la vida, en la que todos los sentidos actúan abierta y legítimamente, en tanto que, abajo, en los sótanos, en las cavernas profundas y en las cloacas del corazón se agitan, despidiendo fosforescentes resplandores, las bestias peligrosas y reales de la pasión, acoplándose y desgarrándose en la sombra, bajo todas las formas de la mescolanza más fantástica? ¿Están asustados por el aliento, quemante y devorador, de los instintos demoníacos, por el vapor de la sangre ardiente? ¿Tienen miedo de ensuciar sus manos demasiado delicadas con las úlceras de la humanidad, o bien sus miradas, habituadas a claridades más mates, son incapaces de conducirlos a esos peldaños resbaladizos, peligrosos y repugnantes de putrefacción? Y, sin embargo, el hombre que sabe no experimenta alegría igual a la que se encuentra en la sombra, estremecimiento más poderoso que el que congela el peligro, y para él, ningún sufrimiento es más sagrado que el que, por pudor, no se atreve a manifestarse."

Stefan Zweig, "La confusión de los sentimientos", Editorial Diana, México, 1953, pp. 176-177.

Lo primero que habría que decir es que seguramente Zweig sí creía que había habido unos cuantos escritores que han descendido a esos pozos de putrefacción del alma humana (claro, Dostoievski). Esto está en boca del personaje central de la novela, a quien justo en ese momento se le revela lo más profundo y doloroso de la existencia de su mentor, y tiene un claro tono generalizador que hay que desligar un poco de Zweig. Su crítica, sin embargo, se mantiene intacta: la literatura, por regla general al menos hasta su época, había tendido a ceñirse a esa región superior y visible donde las acciones humanas son explicables, donde los sentidos captan lo que deberían captar y la razón blande su cetro sobre la pasión.

Pero más abajo, en lo hondo del alma, nos dice Zweig, hay toda una caverna de donde salen vapores ardientes. Ahí viven los silencios, los dolores nunca manifestados, los impulsos más elementales que en la vida diaria, en la superficie, han sido de un modo u otro apaciguados. Lo interesante es que, para Zweig, refugiarse en esa caverna sombría es también una manera de llegar a la alegría, un tipo muy especial de alegría, pues no es un estado general o constante del espíritu, sino que es como un golpe repentino, una sacudida más dura que la que provoca la adrenalina. Supongo que ese estremecimiento interior es lo que hace posible que el dolor callado se vuelva sagrado. Es como si esa interioridad, esa imposibilidad última de hacer entender al otro patentemente lo que uno mismo ha sufrido, fuera al mismo tiempo un refugio. ¿Cuántos de nosotros no nos hemos cobijado ahí?

Por cierto, excelente novela "La confusión de los sentimientos". Supongo que la crítica ya ha hecho sus análisis comparativos entre ella y "Muerte en Venecia" de Thomas Mann.

miércoles, 23 de octubre de 2013

"¿Cuál es el objeto del arte?...

...Si la verdad llegase directamente a nuestros sentidos y a nuestra conciencia, si pudiésemos entrar en comunicación directa con las cosas y con nosotros mismos, creo que el arte sería inútil, o más bien, que todos nosotros seríamos artistas, pues nuestra alma vibraría entonces continuamente al unísono de la naturaleza. Nuestra vista, ayudada por la memoria, recortaría en el espacio y fijaría en el tiempo cuadros inimitables. Nuestra mirada captaría al vuelo, esculpidos en el mármol viviente del ser humano, fragmentos de estatua tan bellos como los de la estatuaria antigua. Oiríamos cantar en el fondo de nuestras almas, como una música, unas veces alegre, más a menudo quejumbrosa, original siempre, la melodía de nuestra vida interior. Todo eso está a nuestro alrededor, todo eso está en nosotros, y sin embargo, nada de eso percibimos con claridad. Entre la naturaleza y nosotros, más aún, entre nosotros y nuestra propia conciencia se interpone un velo, un espeso velo para el común de los seres humanos, pero sutil y transparente para el artista, el amante y creador del arte. ¿Qué hada ha tejido ese velo?. ¿Fue por maldad o por bondad?".

Henri Bergson, La Risa, Ensayo sobre la significación de lo cómico, Alianza Editorial, Madrid, 2008, p. 108.


Es una de las más claras definiciones que he leído sobre el objeto del arte. Hay dos abismos en los que siempre nos hemos asomado y que jamás hemos logrado descifrar por completo: uno externo que se abre hacia el mundo, que, por ejemplo, se siente de golpe cuando vemos al horizonte y sólo hay mar, interminablemente mar; y otro interno que intuimos cuando nos damos cuenta de que nuestra alma es un pozo sin fondo, un oscuro agujero donde se abren pasadizos que jamás hemos visto. Esos dos abismos se mantienen como tales precisamente a causa del velo del que habla Bergson. El arte sería entonces ese puente -eso sí, siempre falible, frágil y cambiante- que hemos tendido de muchas maneras hacia esos dos abismos. 

domingo, 18 de agosto de 2013

"Tal vez esta oquedad que nos estrecha...

...en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe nuestra noción de Él, de azul".
José Gorostiza, "Muerte sin fin", en Poesía, FCE, México 1971, p. 109

Metáfora particularmente estimulante y que es el núcleo de donde se origina todo el famoso poema de Gorostiza. ¿Y de dónde viene su fuerza? Pues, sencillamente, del hecho de que en una sola imagen se encapsula la vida y la muerte: vivimos mientras nuestra conciencia, ese elemento líquido, maleable y amorfo, se mantiene aprisionada por este vaso; morimos cuando ese vidrio contenedor se rompe y nos deja salir, para fusionarnos con el mundo como una gota de agua que cae en el mar. Y este vaso está tan cerca, que apenas lo vemos; o mejor dicho, es la condición misma de nuestra observación, pues a través de él percibimos el mundo. Y claro, por su propio material translúcido, impone una forma determinada en nuestra visión aunque no nos percatemos o no queramos aceptarlo. Colorea incluso nuestra concepción de dios y lo hace, por supuesto, dejando un tenue brillo azulado. Y tiene que ser azul, sí, pues estamos en un medio esencialmente acuático. Resuenan los versos de Manrique: "Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir". Por eso la muerte es una vuelta al origen, con los écos profundamente neoplatónicos que hay en esa idea: perder la individualidad y regresar al Uno, la morada inefable del Ser. Nos liberamos, así, de esa oscura prisión a la que estamos sometidos como condición misma de que podamos existir, pues sin esa celda nuestra alma se perdería y, por su propia naturaleza, vagaría por el mundo sin cuidado alguno, sólo viendo, sintiendo y experimentándolo todo, extasiada ante el delirio mecánico universal que se repite ante ella. 
Metáfora tremenda y particularmente fecunda, sin duda; capaz de articular alrededor de sí toda una serie de implicaciones. Las demás, sáquelas usted mismo...

martes, 4 de junio de 2013

"Con demasiada frecuencia desconocemos lo que aún hay de infantil,...

...por decirlo así, en la mayor parte de nuestras emociones de alegría. Sin embargo, ¡cuántos placeres presentes, si los examinásemos de cerca, se reducirían a recuerdos de placeres pasados! ¿Qué quedaría de muchas de nuestras emociones si las redujésemos a lo que tienen de estrictamente sentido, si les suprimiéramos todo lo que no es más que rememorado? Incluso ¡quién sabe si a partir de una edad determinada no nos volvemos impermeables a la alegría franca y nueva, y si las más dulces satisfacciones del hombre maduro no serán otra cosa sino sentimientos de infancia revividos, brisa perfumada que nos envía a bocanadas cada vez más raras un pasado cada vez más lejano!"

Henri Bergson, La risa, Ensayo sobre la significación de lo cómico, Alianza Editorial, Madrid, 2008, pp. 53-54.

La idea de Bergson tiene algo de cautivador. Uno piensa inmediatamente en un bebé que, antes de saber siquiera hablar, ya sabe reír. ¿Cómo es posible que no se haya reparado en la trascendencia de ese sencillo hecho? Y si pensamos en las cosas que hacen reír a un bebé, nos daremos cuenta de que en ellas siempre hay algo de sorpresa y de insistencia: el padre que se esconde para asustar al hijo y lo hace una y otra vez para prolongar el efecto e incluso acrecentarlo; la madre que le muerde insistentemente los pies a su bebé; etc. Son cosas sencillas, banales, y por eso es algo tan significativo. Y es que la risa tiene siempre algo de repetición, algo de martilleante que hace que siempre pueda volver a brotar en un instante. Siempre hay placer, por ejemplo, en contar una vez más algún evento risible, y muchas veces no es porque queramos darlo a conocer a alguien más, a quien se lo contamos, sino porque queremos recrearlo nosotros mismos. Por eso tanta gente repite las cosas que, cree, han causado gracia. Y así, nuestros momentos de alegría actual bien podrían ser un eco de un momento remoto que ya no recordamos conscientemente. Reír siendo "persona madura" sería entonces el mejor mecanismo para quitarnos las máscaras y hacer ver que sólo somos pedazos de carne que piensan y sienten; un mecanismo para instalarnos de golpe en aquel momento lejano en que sólo se vivía, se vivía a costa de todo, y se vivía así, sin más, intuyendo que nada más importa. Esos momentos infantiles que han quedado sepultados en la maraña de recuerdos que hemos creído importante retener... Quizás Bergson tenga razón, quizás ahí es donde está la alegría más pura, más franca, y por ello, tanto menos duradera...