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domingo, 15 de enero de 2012

“Cuando se va llegando a cierta edad en la vida,…

… cuando hemos pasado largos años de juventud sobre los libros – millares de libros– y vemos que los libros dicen casi todos lo mismo, entonces –si el espíritu de curiosidad se mantiene vivo en nosotros– comenzamos a sentir un íntimo placer en la observación de las cosas triviales, diarias, prosaicas de la existencia, y, aun observando un resto de amor a la lectura, todo ese espíritu de curiosidad que antes hemos empleado en la letra impresa lo llevamos ahora a lo gestos y las palabras vivas. Y entonces también, ya calmados un poco por lo años, ya un poco desencantados de las sabidurías humanas, ya casi libres de las ilusiones de nuestra juventud, principiamos a ver en su verdadera luz a los hombres, y vamos descubriendo la complicada y honda raigambre de las acciones humanas y cómo todo se encadena en el vivir, y es fatal y es ineludible. Y entonces tal vez acaban de disiparse nuestros odios, nuestros rencores, nuestras indignaciones o nuestros entusiasmos de la mocedad. Y acaso queda como sedimiento en el espíritu una ironía indulgente o amarga, o un desprecio suave”.

Azorín, Tiempos y cosas, Salvat Editores, España, 1982, pp. 109-110.

Parece que Azorín retoma el tema barroco del desengaño del mundo y lo aplica al saber mismo que se encuentra en los libros. Llega un punto en que ante esas ganas de leer y conocer a autores y autores, uno se da cuenta de que no hay un final, sino sólo un camino en espiral que siempre da vueltas sobre lo mismo. Y entonces, la atención se vuelca sobre lo trivial, sobre lo que tenemos enfrente día a día. Desengañarse de los libros implica acercarse de un modo más crítico a la realidad misma, la más trivial y banal.

Y en correlación a esto, se opera un cambio sustancial en el ánimo: el ímpetu juvenil se disuelve y sólo queda en lo hondo una vaga pero esencial actitud irónica ante la vida, como si en lo más profundo de nosotros hubiera una mueca ante el mundo mismo, una mueca inquisitiva y atenta pero también sutilmente despectiva. La única actitud posible en tal caso, parece decirnos Azorín, es la de una ironía amable, una pequeña amargura permisiva.

viernes, 10 de junio de 2011

“Escuchadme: vosotros habéis tratado a un ser humano durante años y años;…

… estáis ligados a él por la amistad o por el amor; conocéis todos los escondrijos de su espíritu; gozáis de todos los tesoros de su bondad y de su inteligencia. Y, sin embargo –oídlo bien–, este goce largo y tranquilo de una amistad o de un amor no os proporcionará este placer profundo, esta expansión de todo vuestro ser que experimentáis en estos momentos rapidísimos, al sentir que vuestro espíritu se pone en contacto súbito con el alma de una mujer que os es desconocida, que tal vez no vais a volver a ver; pero en la cual se ha producido también, de pronto, el mismo fenómeno que en vosotros, y con la cual, durante este minuto supremo, os sentís invenciblemente compenetrados…”

Azorín, Tiempos y cosas, Salvat Editores, España, 1982, pp. 124-125.

Acabo de leer por primera vez a Azorín –lo conocía sólo por el nombre, la verdad– y he de confesar que es uno de los mayores descubrimientos literarios que he hecho en mucho tiempo. Me dejó azorado. Es una de esas mentes enteramente volcadas a lo inmediato en tanto que principio generador de la reflexión, en la más pura tradición de Montaigne y Emerson.

Respecto al pasaje, creo que expresa algo que todos hemos sentido alguna vez. Y es que ese instante en que, por un azar inaudito, dos miradas se cruzan entre el ir y venir de transeúntes, es algo que muchas veces adquiere una densidad inusitada y logra calar en lo más hondo de cada persona. Es casi como si en ese segundo se condensara toda esa madeja de experiencias, proyectos y sentimientos que nos definen y nos delimitan. Es un puente súbito entre dos espíritus, un puente cuyo valor está también en el hecho mismo de que morirá, de que cada uno seguirá su camino en busca de ese algo que siempre está más allá y detrás del cual se esconde, quizás, la muerte.