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miércoles, 31 de octubre de 2012

“Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla…

…–Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
–Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
–No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
–¿Quieres lavarte las manos?
–No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
–Tranquilízate.
–No puedo, huele a cebolla.
–Anda, procura dormir un poco.
–No podría, todo me huele a cebolla.
–¿Quieres un vaso de leche?
–No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme, morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
–No digas tonterías.
–¡Digo lo que se me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
–¡Huele a cebolla!
–Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
–¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
–¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
–Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
–Quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre le hubieran roto los dos pulmones de repente.
El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
–¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
–¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
–Nada, que olía un poco a cebolla.”
 
Camilo José Cela, La Colmena, Bruguera, Barcelona, 1980, pp. 238-239.
 
Era muy difícil seleccionar un solo pasaje de entre la multitud de fragmentos memorables de esta novela de Camilo José Cela. Pero pongo éste por un sencilla razón: capta de manera precisa la técnica de Cela, que desarrolla y que afina a niveles admirables en su novela. Cela es, ante todo, y como todo buen escritor, un magnífico observador. En La Colmena estamos con una versión más depurada y, por decirlo así, más impersonal y colectiva que el tremendismo de La familia de Pascual Duarte. La Colmena es una novela de retazos y fragmentos, una especie de caleidoscopio de una multitud increíble de personajes y variantes humanas de una sola idea constante: la imperfección. Cela los pinta con una ironía capaz de hacerle a uno soltar la más sonora carcajada, y poco a poco, guía al lector por los recovecos psicológicos de todos los personajes, pero jamás definiéndolos expresamente y de manera abstracta, sino haciéndolos patentes a través de los detalles (un guiño, un tic involuntario que se dispara en ocasiones concretas, cierta tendencia a elevar la voz, el gusto por verse ante el espejo, lo que alguien piensa antes de dormir, el modo en que un marido ignora implacablemente a su esposa, la técnica de alguien para pedir un cigarro a un extraño, y un etcétera muy largo).
Y lo que hace Cela en este pasaje, usando personajes que no aparecen en ningún otro lugar de la novela, es retratar de manera sumamente aguda una tendencia humana innegable. Cuando estamos profundamente afectados por algo, muchas veces es tan fuerte que ya ni siquiera lo vemos, ya ni siquiera lo asumimos como la causa de nuestros malestares. Y así, explotamos ante cosas o eventos que, por sí mismos, son absurdos y que en otras circunstancias jamás nos afectarían de tal modo. Habría que decir, entonces, que aquel hombre, en cierto sentido, no se suicidó por el olor a cebolla, sino porque estaba enfermo y sin un peso y seguramente su vida le parecía miserable; pero en otro sentido, por supuesto que se suicidó por el olor a cebolla, sólo por eso y nada más.
En el fondo, gran parte de nuestras reacciones extremas siguen esa lógica doble: levantamos la voz y herimos a quien más queremos, y pensamos, por ejemplo, que es porque se nos acaba de decir algo inapropiado y en ese instante nos creemos en nuestro derecho de actuar así, pero muchas veces es a causa de algo que, por sí mismo, es tan absurdo como el olor a cebolla. Se nos olvida entonces que tales reacciones también están regidas por una lógica más profunda, que en estos casos suele ser una muy honda insatisfacción frente a algo a veces bastante indeterminado, y que es capaz de salir disparada a la superficie mediante mecanismos en apariencia inexplicables y azarosos.  Y es esto lo que crea esa contradicción que tan bien retrata Cela, que hace que el hombre primero quiera que se vaya el olor a cebolla y luego quiera que se quede. Hay algo inmensamente humano en esa actitud tan irracional…

domingo, 10 de junio de 2012

“Hay un momento en la juventud en que todo…

…es posible, en que todo es poco en la inmensidad de nuestra vida”.

Adolfo Bioy Casares, Historia prodigiosa, Club Internacional del Libro, Madrid, 1956, p. 84.

 

La frase me dejó sin aliento. Y es que ahora, sin ser viejo, pienso en momentos de adolescencia y me veo como algo totalmente abierto, donde todas las posibilidades y todos los caminos factibles se mantenían latentes. Ahí estaba yo, con todos los posibles “yo” frente a mí, viéndome y esperando a que tomara mis decisiones. El miedo a elegir una vía precisa no viene de la inseguridad respecto ella, sino de la callada consciencia de que escoger un sendero significa olvidar el resto. Abro una puerta, sí, pero estoy cerrando las demás. Avanzo en la vida, elijo, tomo decisiones a cada momento, y poco a poco me adentro por un camino que es sólo mío y por donde tengo que ir con un fardo cada vez más abultado: mientras más avanzo, más siento la obligación de cumplirle a las decisiones ya tomadas, de ser coherente conmigo mismo. La responsabilidad no es más que otra palabra para ese fardo. Vivir traquilo depende de la facilidad para asimilar esa carga y transformarla en motor de las propias acciones.

Pero, en cambio, la juventud no tiene esa coherencia como transfondo de las acciones, ella construye su propia coherencia a cada acto y a cada momento. Está plenamente abierta. Por eso, ahí, todo el mundo, todas las cosas, todas las posibilidades, se quedan cortas, son poco frente a la inmensidad de la vida que se abre ante nosotros.

Quizás el único problema, y que no menciona Bioy Casares, es que es precisamente cuando somos jóvenes cuando menos nos damos cuenta de todo esto. Y los mayores sentimos la necesidad de advertir “ten cuidado con lo que elijas, porque esto podría determinar el resto de tu vida”, pero para un adolescente es sin duda una frase insufrible, algo casi terrorífico; si pensara eso cada vez que toma decisiones, sería incapaz de tomarlas. Somos, pues, seres muy extraños: precisamente cuando somos más libres es el momento en que menos lo sabemos.

jueves, 17 de mayo de 2012

“Curiosidad no es más que vanidad la mayor parte de las veces…

… Queremos saber sólo para hablar de ello. De otra manera, no viajaríamos por el mar, para nunca contar nada y por el solo placer de ver, sin esperanza de comunicarlo alguna vez”.
Blaise Pascal, Pensées, Edición de Philippe Sellier, Pocket, París, 2003, p. 121.
Pascal es de esos autores que siempre están recordándonos los móviles de nuestro proceder diario, y por supuesto, los recuerda para mostrar que son casi siempre vacíos y vanos. Somos seres tan terriblemente dependientes del reconocimiento ajeno, que quizás es lo que más trabajo nos cuesta admitir. Tan pronto como decimos “sí, está bien, sí me importa la impresión de la gente”, estamos expuestos precisamente a que se tenga una mala impresión de nosotros. Y estamos siempre forzados a mostrarnos desinteresados, cuando en el fondo, muy en el fondo, sabemos que no ocurre tal cosa.
Y en el caso concreto de la curiosidad o de las ganas de aprender, creo que siempre vale la pena tener presente a Pascal. Y nótese que lo dice uno de los grandes científicos de aquella época. Cualquiera que haya sentido vivamente esa “espinita” por aprender y conocer, sabe también que a la vuelta de la esquina lo acecha siempre la tentadora idea de mostrarles a todos lo que se sabe, y no por un mero afán de instruir, sino por esa callada satisfacción que se tiene cuando los demás muestran su admiración. Y lo triste consiste en que es espantosamente fácil pasar de aquel impulso auténtico y genuino por saber, a esta postura que, en palabras de Pascal, no es más que vanidad…
Dejo el francés para los que quieran el original y no les guste mi traducción:
“Curiosité n'est que vanité le plus souvent. On ne veut savoir que pour en parler. Autrement on ne voyagerait pas sur la mer pour ne jamais en rien dire et pour le seul plaisir de voir, sans espérance d'en jamais communiquer.”

domingo, 8 de abril de 2012

“Si de mí dependiera formarme a mi albedrío,…

…creo que no hallaría ningún modo de ser, por óptimo que fuera, en el cual me resignara a fijarme para no poder desprenderme; la vida es un movimiento desigual, irregular y multiforme. No es ser amigo de sí mismo y menos todavía dueño, es ser esclavo de la propia individualidad el seguir incesantemente y el estar tan domado por las inclinaciones, que no nos sea dable rehuirlas ni torcerlas.”

Montaigne, Michel de, Ensayos, Libro III, Capítulo III.

Varios ejemplos un poco prosaicos de lo que dice Montagine me vienen instantáneamente a la mente: ¿Cuántas veces hemos estado convencidos de que determinada fruta o verdura no nos gustaba y después de años de evitarla, al probarla por azares del destino, nos percatamos de que nos gusta? ¿Cuántas veces eludimos y rehuimos determinadas actividades con el pretexto de que “no encajan con nuestro modo de ser”, como cantar, bailar o incluso llorar? Pareciera que vivimos constantemente atados a lo que creemos que nos es propio y a ese modelo que eternamente construimos de nosotros mismos y que queremos siempre reflejar a los demás, y al hacerlo nos cerramos nuevas vías, nuevas posibilidades, nuevas formas de ser, pensar o sentir.

Somos muy propensos a olvidar precisamente eso: nuestra propia heterogeneidad, nuestra capacidad para cambiar y adaptarse, para aprender cosas nuevas. Y es verdad que quienes defienden ciertas ideas a ultranza muchas veces son de estrechas miras o de poco criterio, pues jamás se permiten romper sus propias reglas sólo para ver qué es lo que hay del otro lado, para adquirir otras perspectivas. Todos tenemos inclinaciones muy definidas, pero en ocasiones es bueno no seguirlas y aventurarse por otros caminos. Más de alguno podrá conducirnos a parajes insospechados.

martes, 6 de diciembre de 2011

"De toda la memoria, sólo vale...

...el don preclaro de evocar los sueños."

Antonio Machado, Antología, Salvat Editores, España, 1982, p. 68.

Lo leo justo hoy que me desperté con la sensación de haber estado soñando con algo de valor incalculable, con algo que podría tener que ver con esa oscura región mía que suelo cubrir y olvidar en la vida diaria. Y claro, tal sensación implicaba también el sentir que poco a poco se me escapaba de las manos el sueño, hasta esfumarse por entre los dedos como una neblina apenas visible. Sabía que había algo importante y al mismo tiempo sabía que lo había olvidado. Y no se trata, por supuesto, de una importancia en términos providenciales; lo relevante de los sueños no es el hecho de que puedan coincidir con algún evento futuro, sino su enorme capacidad sintética, que revela en un solo acto las asociaciones más profundas, intrincadas e irracionales de la mente.
Con los sueños atisbamos ese ámbito donde no hay más que el sinuoso juego del yo para consigo mismo, donde el mundo queda invalidado y todo está en función de una mente creadora y desbocada. Por eso evocar los sueños es un modo de conocerse, es un modo de reinterpretar nuestros mismos pasos por el mundo al trasluz de algo interno, propio, indescifrable. Machado busca y busca ese nudo indesatable, y a veces llega a él en unos cuantos versos.

jueves, 25 de agosto de 2011

“Hay naturalezas puramente contemplativas, e incapaces de acción…

…que bajo un impulso misterioso y desconocido pueden actuar con una celeridad de la que se ignoran capaces.
Como quien por temor a encontrar una noticia triste ronda cobardemente una hora delante de su puerta sin atreverse a entrar, y guarda quince días una carta sin abrirla o al cabo de seis meses se decide a hacer un trámite necesario desde hace un año, pero como la flecha de un arco, a veces se siente bruscamente impelido a actuar por una fuerza irresistible. Ni el moralista ni el médico, que pretenden saber todo, explican cómo surge en esas almas perezosas y sensuales una energía tan loca ni cómo, incapaces de lo más indispensable y sencillo, en un instante encuentran el coraje para los actos más absurdos y peligrosos.”

Charles Baudalaire, El spleen de París, [Scribd], pp.23-24. [Ignoro de quién sea esta traducción].

A quien le interese ver cómo Baudelaire desarrolla la idea con un ejemplo de su experiencia personal, consulte el texto completo, llamado “Un vidriero malo”, que de hecho es bastante corto. Se nota un parentesco claro con el texto de Poe titulado “The imp of the perverse”, que por cierto vale la pena leer aunque no es de lo más conocido de Poe. Sólo que el desarrollo de Baudelaire es casi de mayor amplitud o generalización, es decir, que esos actos impulsivos que afloran casi inexplicablemente en los temperamentos más pasivos pueden ser tanto actos de heroísmo como de perversidad; mientras que en Poe todo parece remitir a lo puramente “perverso”, como cuando estamos ante un precipicio acompañados de alguien más y de pronto, por un azar inexplicable y que no tiene coherencia alguna con nuestros sentimientos por tal persona, nos llega la idea de arrojarla al vacío. Esto ocurre incluso con uno mismo, pues ¿quién no ha tenido la súbita idea de lanzarse de un precipicio que se tiene frente a sí, aun cuando sabe que jamás sería capaz de cometer un suicidio? Con Baudelaire nos percatamos de que ese mismo impulso inexplicable es el mismo que brota en muchas otras ocasiones, no necesariamente teñidas de ese hálito de “maldad”. Y así, a veces los actos más nobles y heroicos, es decir, impulsivos e irreflexivos, se emparentan con las acciones más bajas y despiadadas que podamos realizar, como es la que justamente nos relata Baudelaire un poco después.