martes, 28 de agosto de 2012

“Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla...

...y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba…”.
César Vallejo, “La cena miserable”. En Poesía Completa, Axial, México, 2007, p. 100.

En realidad estoy cometiendo una injusticia con Vallejo, pues estoy cortando un poema que sólo puede entenderse como unidad y que les recomiendo ampliamente: el titulado “La cena miserable”.
De cualquier modo, lo que me atrapó del fragmento es la dura imagen con que Vallejo retrata el modo en que se nos acerca la muerte. Es quizás una de las ideas más sombrías que he leído en mucho tiempo. Imaginemos a un borrachín tambaleante que sólo sabe abrir la boca para mofarse de todo. Ahí está: lo vemos bailar sombríamente con sus harapos y reírse con sorna de los anhelos y las preocupaciones que rigen nuestras vidas, eructando ante nuestras angustias y vomitando desaforadamente ante nuestras alegrías. Pero no sólo eso, sino que, con su pulso quebradizo e inseguro, nos trata de dar de comer con su cuchara negra y temblorosa, y nos la aproxima y luego nos la quita burlonamente, sabiendo que, en su gran borrachera, él tiene la última palabra sobre nosotros. Él, un ebrio sucio y taimado. Y lo que tiene en esa cuchara a veces nos parece un jarabe medicinal, pero en realidad no es más que “amarga esencia humana”. Nos da nuestras propias miserias condensadas, nuestros más íntimos desperdicios de amargura y desesperación. Y eso, eso no es otra cosa sino la tumba misma en que estaremos: la muerte.

viernes, 10 de agosto de 2012

“En algún lugar de África oriental, en Tanzania, creo, encontraron hace algunos decenios…

… el esqueleto de un antropoide hembra que ya debía estar más cerca de una mujer que de un mono. Lucy la llamaron los investigadores, los beatles habían compuesto una canción sobre ella, bastante floja por cierto. Me pregunto si Lucy presentía algo cuando miraba la sabana. ¿Nos barruntaba? Me tranquilizaría imaginar que los animales nos veían venir. Sería más fácil, además, identificarse con los animales. Muy probablemente, Lucy sería una criatura más curiosa que medrosa, sin duda su curiosidad sería el sentido que le habría permitido presentirnos. Ella vivió en un tiempo muy anterior al lenguaje en el que el logos aún estaba muy lejos, vivió un millón de años antes de la aparición de la cultura oral. Y sin embargo, según afirman los antropólogos, ella forma parte de nosotros. Por esta razón, Lucy podría ser también para los escritores un buen inicio. En ocasiones me pregunto con qué derecho, bajo qué imperativo, se escribe en realidad. Todos los autores se hacen eco de esta pregunta en una u otra ocasión. ¿Qué hay que decir? ¿Qué voz está detrás tuyo? Cuando se hace esta pregunta, hay colegas que gustan de jugar el papel del místico solitario y enmudecido y confiesan, con aparente tristeza, que ellos nunca han tenido a nadie detrás de ellos: todo procede de ellos mismos. En el pasado yo también he sentido la tentación de comportarme de ese modo, pero cuando uno reflexiona mejor sobre esta cuestión, no tiene más remedio que decirse que esta actitud es fraudulenta. En el animal con capacidad de lenguaje la soledad es siempre una mentira. Aunque no te envíen hacia adelante como su emisario, se tiene a tanta gente que ha hablado detrás de uno… y criaturas hablantes también seguirán existiendo en el futuro. La corriente lingüística es tan grande… se remonta mucho más lejos en el tiempo de lo que los escritores habitualmente admiten. No quiero hacer referencia a los forjadores de mitos ni a los fundadores de religiones, ni tampoco a los clásicos, a los filósofos, los poetas: éstos todavía están muy cerca de nosotros, y tendemos a evitar aceptar las misiones que proceden de parte suya. Lucy, en este punto, tiene una posición más favorable, ella se encuentra realmente muy lejos de nosotros y, pese a ello,  ya forma parte, si lo que se dice es cierto, de la familia. Me imagino a mi lado una dama ágil de rasgos semiantropoides en la que, de vez en cuando, aparece el fulgor en sus ojos. Aunque ella no disponga aún de lenguaje alguno para expresarlo, siente que va a venir algo. Y pese a todo, ¿quién sabe si ella presiente el mundo de la palabra, si siente que hay donaciones que vuelan por el aire, si también barrunta la existencia de efectos a distancia? Pues ella me empuja a un lado… No puedo evitarlo, pero me parece como si comprendiera lo que quiere decir. Venga, dime algo, una orden para un tarea, por ejemplo. Aunque no sea muy precisa, bastaría para comenzar”.

Peter Sloterdijk, Experimentos con uno mismo, Una conversación con Carlos Oliveira, Pre-Textos, trad. de Germán Cano, Valencia, 2003, pp. 174-175.

 

Ésta es definitivamente una de las mejores conclusiones de libro que me he encontrado últimamente. Me dejó callado por largo tiempo, pensando y pensando en aquella Lucy tan remota que contempla taciturna el abismo de la sabana y en cuya mente se bosqueja algo que ni siquiera es una idea, sino una vaga intuición de los milenios venideros. Quizás fue el mundo mismo el que le arrojó esa primera palabra: el ruido de un árbol al caer, que por un azar increíble interpretó como el grito de la muerte; o el sutil gorjeo de un ave, que inesperadamente comprendió como el signo de la vida y la tranquilidad. Pero el caso es que esa palabra inicial, ese símbolo primordial, fue en cierto sentido el punto de arranque del lenguaje mismo, el instante en que nacimos todos nosotros.

Tal vez, siguiendo la idea de Sloterdijk, cada vez que escribimos tratamos, sin saberlo, de remontarnos a esa fuente primigenia. Hemos engendrado variantes infinitas de esa única palabra, que toda ella sirvió en aquel momento para expresar el mundo y la totalidad de cosas, pues no había más vocablos que compitieran con ella para seccionar la realidad en casillas definidas. Esa palabra designó a un tiempo la vida y la muerte, la luz y la oscuridad. Las cavilaciones de todo escritor al esforzarse por dar con la expresión adecuada serían, así, el modo en que algunos seres humanos han encontrado para abrevar de aquel manantial cristalino y remoto de donde extraemos, a cada paso y sin sospecharlo, nuestra humanidad.