miércoles, 31 de octubre de 2012

“Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla…

…–Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.
–Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?
–No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla.
La mujer era la imagen de la paciencia.
–¿Quieres lavarte las manos?
–No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.
–Tranquilízate.
–No puedo, huele a cebolla.
–Anda, procura dormir un poco.
–No podría, todo me huele a cebolla.
–¿Quieres un vaso de leche?
–No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme, morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.
–No digas tonterías.
–¡Digo lo que se me da la gana! ¡Huele a cebolla!
El hombre se echó a llorar.
–¡Huele a cebolla!
–Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.
–¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!
La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.
–¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!
–Como quieras.
La mujer cerró la ventana.
–Quiero agua en una taza; en un vaso, no.
La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.
La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre le hubieran roto los dos pulmones de repente.
El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.
–¡Ay!
El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacía.
Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.
–¿Qué pasa?
La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:
–Nada, que olía un poco a cebolla.”
 
Camilo José Cela, La Colmena, Bruguera, Barcelona, 1980, pp. 238-239.
 
Era muy difícil seleccionar un solo pasaje de entre la multitud de fragmentos memorables de esta novela de Camilo José Cela. Pero pongo éste por un sencilla razón: capta de manera precisa la técnica de Cela, que desarrolla y que afina a niveles admirables en su novela. Cela es, ante todo, y como todo buen escritor, un magnífico observador. En La Colmena estamos con una versión más depurada y, por decirlo así, más impersonal y colectiva que el tremendismo de La familia de Pascual Duarte. La Colmena es una novela de retazos y fragmentos, una especie de caleidoscopio de una multitud increíble de personajes y variantes humanas de una sola idea constante: la imperfección. Cela los pinta con una ironía capaz de hacerle a uno soltar la más sonora carcajada, y poco a poco, guía al lector por los recovecos psicológicos de todos los personajes, pero jamás definiéndolos expresamente y de manera abstracta, sino haciéndolos patentes a través de los detalles (un guiño, un tic involuntario que se dispara en ocasiones concretas, cierta tendencia a elevar la voz, el gusto por verse ante el espejo, lo que alguien piensa antes de dormir, el modo en que un marido ignora implacablemente a su esposa, la técnica de alguien para pedir un cigarro a un extraño, y un etcétera muy largo).
Y lo que hace Cela en este pasaje, usando personajes que no aparecen en ningún otro lugar de la novela, es retratar de manera sumamente aguda una tendencia humana innegable. Cuando estamos profundamente afectados por algo, muchas veces es tan fuerte que ya ni siquiera lo vemos, ya ni siquiera lo asumimos como la causa de nuestros malestares. Y así, explotamos ante cosas o eventos que, por sí mismos, son absurdos y que en otras circunstancias jamás nos afectarían de tal modo. Habría que decir, entonces, que aquel hombre, en cierto sentido, no se suicidó por el olor a cebolla, sino porque estaba enfermo y sin un peso y seguramente su vida le parecía miserable; pero en otro sentido, por supuesto que se suicidó por el olor a cebolla, sólo por eso y nada más.
En el fondo, gran parte de nuestras reacciones extremas siguen esa lógica doble: levantamos la voz y herimos a quien más queremos, y pensamos, por ejemplo, que es porque se nos acaba de decir algo inapropiado y en ese instante nos creemos en nuestro derecho de actuar así, pero muchas veces es a causa de algo que, por sí mismo, es tan absurdo como el olor a cebolla. Se nos olvida entonces que tales reacciones también están regidas por una lógica más profunda, que en estos casos suele ser una muy honda insatisfacción frente a algo a veces bastante indeterminado, y que es capaz de salir disparada a la superficie mediante mecanismos en apariencia inexplicables y azarosos.  Y es esto lo que crea esa contradicción que tan bien retrata Cela, que hace que el hombre primero quiera que se vaya el olor a cebolla y luego quiera que se quede. Hay algo inmensamente humano en esa actitud tan irracional…

jueves, 11 de octubre de 2012

“Las apariciones son, en cierto modo, fragmentos, trozos de otros mundos…

… El hombre sano, naturalmente, no tiene motivos para verlas en atención a que el hombre sano es sobre todo un hombre material, y, por consiguiente, para que su vida sea normal, debe vivir únicamente la vida de aquí abajo. Pero apenas enferma, en cuanto se quebranta el orden normal, terrestre, de su organismo, inmediatamente comienza a manifestarse la posibilidad de otro mundo; a medida que su enfermedad se agrava se multiplican sus contactos con el otro mundo, hasta que la muerte le hace entrar en él por completo”.

Fiodor Dostoievski, Crimen y Castigo, Los Hermanos Karamazov, Edimat libros, Madrid, España, 2000, p. 217.

Se trata de una reflexión de un personaje llamado Svidrigailov de Crimen y Castigo en torno a las apariciones de fantasmas. La idea tiene francamente algo de estremecedor. Por lo general, pensamos en la vida y en la muerte como dos instancias  opuestas que se excluyen de manera total. Nos imaginamos que, sea lo que sea que encontremos al morir, ya sea la más oscura e impenetrable inexistencia, ya sea un porvenir eterno donde sólo seremos espíritu, es algo en principio incompatible con la vida, algo enteramente distinto. Pero he aquí que Dostoievski sugiere que, más bien, podría haber una especie de continuo entre los dos, entre vivir y morir, y que en cierto modo se traslaparían. Cuando enfermamos, morimos un poco y podemos experimentar, como  por una pequeña  resquebrajadura que se nos abre por un instante, ese otro mundo que pertenece sólo a los muertos. Semejante idea explicaría el hecho de que en los enfermos sea tan frecuente el estado visionario o susceptible a ver apariciones fantasmales.

Y así, los fantasmas, en sentido estricto, no serían reales, puesto que no se guiarían por la lógica de lo que llamamos “real”, que es la que rige nuestro mundo material, el que vivimos día a día; pero en otro sentido, serían profundamente reales, pues serían manifestaciones fehacientes de la existencia de otro mundo que jamás vemos. Serían, pues, cuanto más irreales, más reales.

domingo, 16 de septiembre de 2012

“No es razonable mantener esperanzas en este mundo que vivimos…

…Nuestra razón, nuestra inteligencia, constantemente nos están probando que ese mundo es atroz, motivo por el cual la razón es aniquiladora y conduce al escepticismo, al cinismo y finalmente a la aniquilación. Pero, por suerte, el hombre no es casi nunca un ser razonable, y por eso la esperanza renace una y otra vez en medio de las calamidades. Y este mismo renacer de algo tan descabellado, tan sutil y entrañablemente descabellado, tan desprovisto de todo fundamento es la prueba de que el hombre no es un ser racional. Y así, apenas los terremotos arrasan una vasta región de Japón o de Chile; apenas una gigantesca inundación liquida a centenares de miles de chinos en la región del Yang Tse; apenas una guerra cruel y, para la inmensa mayoría de sus víctimas sin sentido, como la Guerra de los Treinta Años, ha mutilado y torturado, asesinado y violado, incendiado y arrasado a mujeres, niños y pueblos, ya los sobrevivientes, los que sin embargo asistieron, espantados e impotentes, a esas calamidades de la naturaleza o de los hombres, esos mismos seres que en aquellos momentos de desesperación pensaron que nunca más querrían vivir y que jamás reconstruirían sus vidas ni podrían reconstruirlas aunque lo quisieran, esos mismos hombres y mujeres (sobre todo mujeres, porque la mujer es la vida misma y la tierra madre, la que jamás pierde un último resto de esperanza), esos precarios seres ya empiezan de nuevo, como hormiguitas tontas pero heroicas, a levantar su pequeño mundo de todos los días: mundo pequeño, es cierto, pero por eso mismo más conmovedor. De modo que no eran las ideas las que salvaban el mundo, no era el intelecto ni la razón, sino todo lo contrario: aquellas insesatas esperanzas de los hombres, su furia persistente para sobrevivir, su anhelo de respirar mientras sea posible, su pequeño, testarudo y grotesco heroísmo de todos los días frente al infortunio. Y si la angustia es la experiencia de la Nada, algo así como la prueba ontológica de la Nada, ¿no sería la esperanza la prueba de un Sentido Oculto de la Existencia, algo por lo cual vale la pena luchar? Y siendo la esperanza más poderosa que la angustia (ya que siempre triunfa sobre ella, porque si no todos nos suicidaríamos) ¿no sería que ese Sentido Oculto es más verdadero, por decirlo así, que la famosa Nada?”.

Ernesto Sabato, Sobre héroes y tumbas, edición definitiva, Seix Barral, Barcelona, 1988, pp. 232-233.

Sin duda es uno de los mejores pasajes del libro de Sabato. Se desarrolla aquí un tema recurrente en la novela: el de la esperanza. Para Sabato, incluso los pesimistas, para llegar a serlo, deben haber alimentado algún tipo de esperanza en algún momento. Sólo se puede tener una visión negra de la existencia si antes se ha creído en él y en sus posibilidades. De modo que hay una relación de estrecha interdependencia entre pesimismo y optimismo, entre angustia y esperanza, una especie de flujo o vaivén que nos hace volver al uno y al otro continuamente.

Y del mismo modo que el pesimista necesita haber experimentado la esperanza y sus tontas ilusiones, como si le faltara el choque previo entre sus expectativas y la realidad fallida y destructora para poder llegar a su posición de desencanto, así también el mayor optimista nace ahí donde sólo puede haber angustia o desesperación, especialmente ante las catástrofes humanas o naturales. La esperanza, pues, es lo más irracional que puede haber y precisamente por eso es un móvil tan fuerte de nuestras acciones. Y no sólo eso, sino que Sabato se atreve a insinuar que, así como aquella angustia tan mencionada por los existencialistas, angustia ante el hecho de trabajar, esforzarse y vivir para que al final no seamos más que alimento de gusanos, es el correlato humano y emocional de la Nada, así también la esperanza sería el correlato de algo más, un impulso irrefrenable y más potente que mueve al mundo mismo, un Sentido Oculto que dirige nuestros pasos a través de las desdichas y las calamidades.

La idea es verdaderamente cautivadora, sobre todo porque la gran mayoría de nosotros sabemos muy bien que, a pesar de todo, a pesar de nuestros infortunios y nuestras más profundas aflicciones, seguiremos viviendo y mañana nos levantaremos a trabajar como aquellas conmovedoras e insignificantes hormiguitas, siempre laborando y buscando aquello que en realidad seguramente no podremos encontrar. Y es que, de alguna manera lo intuimos, lo verdaderamente importante es la búsqueda misma, es decir, no interrumpirla por ningún motivo, porque eso equivaldría a la muerte, o más exactamente, al suicidio.

martes, 28 de agosto de 2012

“Hay alguien que ha bebido mucho, y se burla...

...y acerca y aleja de nosotros, como negra cuchara
de amarga esencia humana, la tumba…”.
César Vallejo, “La cena miserable”. En Poesía Completa, Axial, México, 2007, p. 100.

En realidad estoy cometiendo una injusticia con Vallejo, pues estoy cortando un poema que sólo puede entenderse como unidad y que les recomiendo ampliamente: el titulado “La cena miserable”.
De cualquier modo, lo que me atrapó del fragmento es la dura imagen con que Vallejo retrata el modo en que se nos acerca la muerte. Es quizás una de las ideas más sombrías que he leído en mucho tiempo. Imaginemos a un borrachín tambaleante que sólo sabe abrir la boca para mofarse de todo. Ahí está: lo vemos bailar sombríamente con sus harapos y reírse con sorna de los anhelos y las preocupaciones que rigen nuestras vidas, eructando ante nuestras angustias y vomitando desaforadamente ante nuestras alegrías. Pero no sólo eso, sino que, con su pulso quebradizo e inseguro, nos trata de dar de comer con su cuchara negra y temblorosa, y nos la aproxima y luego nos la quita burlonamente, sabiendo que, en su gran borrachera, él tiene la última palabra sobre nosotros. Él, un ebrio sucio y taimado. Y lo que tiene en esa cuchara a veces nos parece un jarabe medicinal, pero en realidad no es más que “amarga esencia humana”. Nos da nuestras propias miserias condensadas, nuestros más íntimos desperdicios de amargura y desesperación. Y eso, eso no es otra cosa sino la tumba misma en que estaremos: la muerte.

viernes, 10 de agosto de 2012

“En algún lugar de África oriental, en Tanzania, creo, encontraron hace algunos decenios…

… el esqueleto de un antropoide hembra que ya debía estar más cerca de una mujer que de un mono. Lucy la llamaron los investigadores, los beatles habían compuesto una canción sobre ella, bastante floja por cierto. Me pregunto si Lucy presentía algo cuando miraba la sabana. ¿Nos barruntaba? Me tranquilizaría imaginar que los animales nos veían venir. Sería más fácil, además, identificarse con los animales. Muy probablemente, Lucy sería una criatura más curiosa que medrosa, sin duda su curiosidad sería el sentido que le habría permitido presentirnos. Ella vivió en un tiempo muy anterior al lenguaje en el que el logos aún estaba muy lejos, vivió un millón de años antes de la aparición de la cultura oral. Y sin embargo, según afirman los antropólogos, ella forma parte de nosotros. Por esta razón, Lucy podría ser también para los escritores un buen inicio. En ocasiones me pregunto con qué derecho, bajo qué imperativo, se escribe en realidad. Todos los autores se hacen eco de esta pregunta en una u otra ocasión. ¿Qué hay que decir? ¿Qué voz está detrás tuyo? Cuando se hace esta pregunta, hay colegas que gustan de jugar el papel del místico solitario y enmudecido y confiesan, con aparente tristeza, que ellos nunca han tenido a nadie detrás de ellos: todo procede de ellos mismos. En el pasado yo también he sentido la tentación de comportarme de ese modo, pero cuando uno reflexiona mejor sobre esta cuestión, no tiene más remedio que decirse que esta actitud es fraudulenta. En el animal con capacidad de lenguaje la soledad es siempre una mentira. Aunque no te envíen hacia adelante como su emisario, se tiene a tanta gente que ha hablado detrás de uno… y criaturas hablantes también seguirán existiendo en el futuro. La corriente lingüística es tan grande… se remonta mucho más lejos en el tiempo de lo que los escritores habitualmente admiten. No quiero hacer referencia a los forjadores de mitos ni a los fundadores de religiones, ni tampoco a los clásicos, a los filósofos, los poetas: éstos todavía están muy cerca de nosotros, y tendemos a evitar aceptar las misiones que proceden de parte suya. Lucy, en este punto, tiene una posición más favorable, ella se encuentra realmente muy lejos de nosotros y, pese a ello,  ya forma parte, si lo que se dice es cierto, de la familia. Me imagino a mi lado una dama ágil de rasgos semiantropoides en la que, de vez en cuando, aparece el fulgor en sus ojos. Aunque ella no disponga aún de lenguaje alguno para expresarlo, siente que va a venir algo. Y pese a todo, ¿quién sabe si ella presiente el mundo de la palabra, si siente que hay donaciones que vuelan por el aire, si también barrunta la existencia de efectos a distancia? Pues ella me empuja a un lado… No puedo evitarlo, pero me parece como si comprendiera lo que quiere decir. Venga, dime algo, una orden para un tarea, por ejemplo. Aunque no sea muy precisa, bastaría para comenzar”.

Peter Sloterdijk, Experimentos con uno mismo, Una conversación con Carlos Oliveira, Pre-Textos, trad. de Germán Cano, Valencia, 2003, pp. 174-175.

 

Ésta es definitivamente una de las mejores conclusiones de libro que me he encontrado últimamente. Me dejó callado por largo tiempo, pensando y pensando en aquella Lucy tan remota que contempla taciturna el abismo de la sabana y en cuya mente se bosqueja algo que ni siquiera es una idea, sino una vaga intuición de los milenios venideros. Quizás fue el mundo mismo el que le arrojó esa primera palabra: el ruido de un árbol al caer, que por un azar increíble interpretó como el grito de la muerte; o el sutil gorjeo de un ave, que inesperadamente comprendió como el signo de la vida y la tranquilidad. Pero el caso es que esa palabra inicial, ese símbolo primordial, fue en cierto sentido el punto de arranque del lenguaje mismo, el instante en que nacimos todos nosotros.

Tal vez, siguiendo la idea de Sloterdijk, cada vez que escribimos tratamos, sin saberlo, de remontarnos a esa fuente primigenia. Hemos engendrado variantes infinitas de esa única palabra, que toda ella sirvió en aquel momento para expresar el mundo y la totalidad de cosas, pues no había más vocablos que compitieran con ella para seccionar la realidad en casillas definidas. Esa palabra designó a un tiempo la vida y la muerte, la luz y la oscuridad. Las cavilaciones de todo escritor al esforzarse por dar con la expresión adecuada serían, así, el modo en que algunos seres humanos han encontrado para abrevar de aquel manantial cristalino y remoto de donde extraemos, a cada paso y sin sospecharlo, nuestra humanidad.

martes, 24 de julio de 2012

“Pongamos que estás en el campo, en alguna zona de montañas y lagos…

… Toma prácticamente el camino que quieras y lo más probable es que te lleve a un valle y te deje ahí junto a un estanque en la corriente. Hay magia en eso. Deja que el hombre más distraído se sumerja en sus ensoñaciones más profundas, ponlo de pie, haz que comience a caminar e infaliblemente te conducirá al agua, si es que hay agua en toda esa región. Si alguna vez estás sediento en el gran desierto americano, prueba este experimento si tu caravana está casualmente provista de un profesor metafísico. Sí, como todos lo saben, la reflexión y el agua están eternamente unidas”.
Herman Melville, Moby-Dick or The Whale, Penguin Books, Londres, 2003, p. 4.

Es una de las reflexiones iniciales de la conocida novela de Melville, un pasaje que se me quedó particularmente grabado cuando leí el libro hace ya algún tiempo. Ésta es justamente la explicación inicial que da Ismael, el personaje central, para embarcarse a la mar como marinero y dejarlo todo, abandonando su vida en tierra como si fuera una maleta vieja que ya no necesita para la travesía que se abre infinita ante él.
Y es que todos sabemos que la naturaleza, en la extensa variedad de paisajes que nos ofrece, ejerce sobre cada uno de nosotros un magnetismo que varía en función de nuestra personalidad. Pero entre toda esa diversidad natural, es sin duda con el mar con el que todos, casi sin excepción, quedamos embelasados, aunque sea por instantes. Es casi como si frente al mar el hombre recordara sus más hondos instintos metafísicos.
Pienso en el sol cayendo oblicuamente sobre las olas; me imagino el ir y venir de las aguas agitando esos dorados sobre la superficie, esas chispas y líneas de luz que nacen y mueren en instantes; observo esos vaivenes interminables y su infinita extensión hacia el horizonte, hacia un azul cada vez más oscuro y denso; y no puedo sino sentirme sobrecogido ante lo inmenso y, así, atisbar por un momento ese más allá que nos rodea a cada paso, esa otra realidad que se cierne siempre sobre nosotros pero que, por un azar inexplicable y aun así comprensible, sólo experimentamos frente al mar. Ahí, estamos de cara a lo inconmensurable.

Dejo el original en inglés (las traducciones siempre son criticables):
“Say you are in the country; in some high land of lakes. Take almost any path you please, and ten to one it carries you down in a dale, and leaves you there by a pool in the stream. There is magic in it. Let the most absent-minded of men be plunged in his deepest reveries- stand that man on his legs, set his feet a-going, and he will infallibly lead you to water, if water there be in all that region. Should you ever be athirst in the great American desert, try this experiment, if your caravan happen to be supplied with a metaphysical professor. Yes, as every one knows, meditation and water are wedded for ever.”
Herman Melville, Moby-Dick or The Whale, Penguin Books, Londres, 2003, p. 4.

martes, 3 de julio de 2012

“Y nos lanzamos a enseñarles a leer…

…y había que ver el espectáculo que domingo a domingo daba, por ejemplo, Carlos Pellicer. Su cuerpo bajo y menudo, aun su cabeza, entonces con una cabellera bien poblada, no podían darle la estampa de sacerdote; pero sí aquella voz y esa feliz combinación de una preciosa veta religiosa y un instinto seguro de la escena y el teatro. Carlitos llegaba a cualquier vecindad de barrio pobre, se plantaba en el centro del patio mayor, comenzaba por palmear ruidosamente, después hacía un llamamiento a voz en cuello, y cuando había sacado de sus escondrijos a todos, hombres, mujeres y niños, comenzaba su letanía: a la vista estaba ya la aurora del México nuevo, que todos debíamos construir, pero más que nadie ellos, los pobres, el verdadero sustento de toda sociedad. Él, simple poeta, era ave de paso, apenas podía servir para encarrilarlos en sus primeros pasos; por eso sólo pretendía ayudarles a leer, para que después se alimentaran espiritualmente por su propia cuenta. Y en seguida el alfabeto, la lectura de una buena prosa, y al final, versos, demostración inequívoca de lo que se podía hacer con una lengua que se conocía y que se amaba. Carlos nunca tuvo un público más atento, más sensible, que llegó a venerarlo”.

Daniel Cosío Villegas, “La generación de 1915”, en El intelectual mexicano y la política, Planeta/Joaquín Mortiz, México, 2002, pp. 10-11.

 

Éste es un pasaje que me impresionó fuertemente hace algunos años y ahora, en este clima tan político, me vino irremediablemente a la cabeza, justo ahora que hemos visto que los votos se compran con facilidad y que se organizan taxis y camionetas para pasar a las zonas más pobres y llevar a la gente a que vote por el PRI, como ocurrió justamente en Yucatán.

En la facción más extrema de la enorme masa inconforme con los resultados electorales, se han visto aparecer referencias a la Revolución de 1910, pero no se ha mencionado a la generación de intelectuales que contribuyeron a aquella transformación social mediante su quehacer educativo. Se me ocurre ahora que, quizás, esa intensa y heterogénea movilización universitaria que hemos visto casi institucionalizarse como #YoSoy132, reclamando su carácter “oficial” frente a otras ramas “espurias”, podría canalizar una parte de su energía no sólo a las marchas y a la difusión (que ya han hecho) de los contenidos disponibles en internet, sino también a la educación misma. Quizás ahí está una de las vías para mantenerse vigente en tiempos postelectorales.

Pellicer, si vivera ahora, iría precisamente a las zonas de donde salieron acarreados del PRI y donde se repartieron despensas y dinero en efectivo, y haría su contribución (modesta, quizás, pero profundamente simbólica) ayudando a mejorar las habilidades de lecto-escritura de la gente, lo cual, como sabemos, es la piedra angular del juicio y la capacidad crítica de todo individuo.

miércoles, 20 de junio de 2012

“Se diría que, desde que piensa, el hombre ha presentido y temido a un ser nuevo,…

… más fuerte que él, sucesor suyo en este mundo, y que, sintiéndole próximo y no pudiendo prever la naturaleza de este maestro, ha creado, en su terror, toda la población fantástica de seres ocultos, fantasmas vagos nacidos del miedo”.

Guy de Maupassant, El Horla y otros cuentos de crueldad y delirio, Traducción de Mario Armiño, Valdemar, Madrid, 2002, pp. 62-63.

 

El conocido cuento de Maupassant, el Horla, es un buen ejemplo de la forma en que suele obrar la literatura en nuestra mentalidad y en nuestras ideas, atentando sobre todo con lo que se consideran los límites de lo razonable y traspasándolos. Es casi como si la literatura ensanchara el círculo de lo que se considera concebible, pues siempre tiene la capacidad para mostrarnos algo nuevo, algo inimaginado e inaudito, un más allá inesperado. Nos hace siempre tener presente que el mundo de actitudes, ideas, concepciones y razonamientos dentro del cual nos movemos cotidianamente no es en el fondo algo absoluto e inamovible, sino algo contingente y en ocasiones arbitrario.

Quizás por eso la locura es uno de esos grandes temas que ha explorado la literatura. Y esto es precisamente lo que está de fondo en el pasaje de Maupassant: mostrar que siempre hemos intuido de algún modo ese más allá, lo que está después de la frontera, y que por el miedo que nos ha provocado el asomarnos en ese afuera por instantes, hemos poblado nuestra imaginación de seres fantásticos. Sólo que Maupassant lleva esta idea al extremo: nos sugiere que, quizás, al ver hacia afuera hemos atisbado una existencia concreta, una materialización de ese exterior delirante. Se trataría de un ser enteramente distinto que se mueve en un plano completamente ajeno a nuestros sentidos y que por tanto no podríamos percibir, pero cuya fuerza sería tal, que nosotros no podríamos sino postrarnos ante él y obeceder sus órdenes.

La idea es aterradora, francamente, y lo es más en la medida en que Maupassant nos hace ver que algo así, que pensaríamos inconcebible, es en realidad razonable.

domingo, 10 de junio de 2012

“Hay un momento en la juventud en que todo…

…es posible, en que todo es poco en la inmensidad de nuestra vida”.

Adolfo Bioy Casares, Historia prodigiosa, Club Internacional del Libro, Madrid, 1956, p. 84.

 

La frase me dejó sin aliento. Y es que ahora, sin ser viejo, pienso en momentos de adolescencia y me veo como algo totalmente abierto, donde todas las posibilidades y todos los caminos factibles se mantenían latentes. Ahí estaba yo, con todos los posibles “yo” frente a mí, viéndome y esperando a que tomara mis decisiones. El miedo a elegir una vía precisa no viene de la inseguridad respecto ella, sino de la callada consciencia de que escoger un sendero significa olvidar el resto. Abro una puerta, sí, pero estoy cerrando las demás. Avanzo en la vida, elijo, tomo decisiones a cada momento, y poco a poco me adentro por un camino que es sólo mío y por donde tengo que ir con un fardo cada vez más abultado: mientras más avanzo, más siento la obligación de cumplirle a las decisiones ya tomadas, de ser coherente conmigo mismo. La responsabilidad no es más que otra palabra para ese fardo. Vivir traquilo depende de la facilidad para asimilar esa carga y transformarla en motor de las propias acciones.

Pero, en cambio, la juventud no tiene esa coherencia como transfondo de las acciones, ella construye su propia coherencia a cada acto y a cada momento. Está plenamente abierta. Por eso, ahí, todo el mundo, todas las cosas, todas las posibilidades, se quedan cortas, son poco frente a la inmensidad de la vida que se abre ante nosotros.

Quizás el único problema, y que no menciona Bioy Casares, es que es precisamente cuando somos jóvenes cuando menos nos damos cuenta de todo esto. Y los mayores sentimos la necesidad de advertir “ten cuidado con lo que elijas, porque esto podría determinar el resto de tu vida”, pero para un adolescente es sin duda una frase insufrible, algo casi terrorífico; si pensara eso cada vez que toma decisiones, sería incapaz de tomarlas. Somos, pues, seres muy extraños: precisamente cuando somos más libres es el momento en que menos lo sabemos.

miércoles, 6 de junio de 2012

“Lo que vemos de las cosas son las cosas…

… ¿Por qué habríamos de ver una cosa si hubiera otra? ¿Por qué ver y oír sería ilusionarnos si ver y oír son ver y oír?”

Fernando Pessoa, Plural de nadie, Aforismos, Selección y versiones de Miguel Ángel Flores, Verdehalago/UANL, México, 2005.

 

Se trata de una protesta directa de Pessoa contra siglos de filosofía.  Y es que la filosofía se basa enteramente en una distinción que nos instaura inmediatamente en el terreno de lo insoluble, a saber, aquélla entre el ser y el parecer. Tan pronto como hacemos tal distinción, avanzamos por ese largo camino que han recorrido los filósofos de muy diversas maneras, pero siempre con la idea detrás de una jerarquía entre el ser y el parecer, donde, evidentemente, lo primero está por encima de lo segundo. Y así, pensamos que hay una esencia detrás de las cosas que no corresponde a lo que nos dicen nuestros sentidos de ello, algo que la ciencia confirma en cierto modo al hacernos imaginar átomos y subpartículas interactuando de miles de maneras para formar las sillas en que nos sentamos, las camas en las que amamos. Y de pronto, el mero acto de ver u oír queda desvalorizado y visto como una mera ilusión, un engaño de nuestro cuerpo y que debemos eliminar mediante la mente y el pensamiento.

Pero no, dice Pessoa. Lo que percibimos de los objetos son los objetos mismos. No hay que buscar más. No hay un misterio escondido detrás de las cosas aguardando al filósofo visionario para que nos lo desvele. El mundo es el mundo, no una esencia del mundo que debe distinguirse de su manifestación. Todo, en suma, es una gran tautología. Ver es precisamente eso, ver, y nada más. Así entendido, dejamos de desvalorizar el ver y el oír y los hacemos lo más importante, ya no algo en un segundo plano. En el mundo de Pessoa, entonces, no tiene sentido alguno la pregunta “¿qué es realmente…?”, que implica automáticamente aquella distinción, sino la pregunta “¿cómo lo estoy viendo y viviendo?”, y éste es el disparador para que la cosa misma se convierta en miles de cosas más, ajenas a una esencia única, para que todo brille y rutile según sus diversas e infinitas modalidades, que es justamente lo que nos muestran diariamente los poetas al escribir.

jueves, 17 de mayo de 2012

“Curiosidad no es más que vanidad la mayor parte de las veces…

… Queremos saber sólo para hablar de ello. De otra manera, no viajaríamos por el mar, para nunca contar nada y por el solo placer de ver, sin esperanza de comunicarlo alguna vez”.
Blaise Pascal, Pensées, Edición de Philippe Sellier, Pocket, París, 2003, p. 121.
Pascal es de esos autores que siempre están recordándonos los móviles de nuestro proceder diario, y por supuesto, los recuerda para mostrar que son casi siempre vacíos y vanos. Somos seres tan terriblemente dependientes del reconocimiento ajeno, que quizás es lo que más trabajo nos cuesta admitir. Tan pronto como decimos “sí, está bien, sí me importa la impresión de la gente”, estamos expuestos precisamente a que se tenga una mala impresión de nosotros. Y estamos siempre forzados a mostrarnos desinteresados, cuando en el fondo, muy en el fondo, sabemos que no ocurre tal cosa.
Y en el caso concreto de la curiosidad o de las ganas de aprender, creo que siempre vale la pena tener presente a Pascal. Y nótese que lo dice uno de los grandes científicos de aquella época. Cualquiera que haya sentido vivamente esa “espinita” por aprender y conocer, sabe también que a la vuelta de la esquina lo acecha siempre la tentadora idea de mostrarles a todos lo que se sabe, y no por un mero afán de instruir, sino por esa callada satisfacción que se tiene cuando los demás muestran su admiración. Y lo triste consiste en que es espantosamente fácil pasar de aquel impulso auténtico y genuino por saber, a esta postura que, en palabras de Pascal, no es más que vanidad…
Dejo el francés para los que quieran el original y no les guste mi traducción:
“Curiosité n'est que vanité le plus souvent. On ne veut savoir que pour en parler. Autrement on ne voyagerait pas sur la mer pour ne jamais en rien dire et pour le seul plaisir de voir, sans espérance d'en jamais communiquer.”

lunes, 30 de abril de 2012

“Pues no me agrada deplorar la vida,…

… cosa que muchos han hecho, incluso personas doctas, y no me pesa haber vivido, puesto que he vivido de tal modo que pueda juzgar no haber nacido en vano, y salgo de la vida como de un sitio de hospedaje, no de un hogar, pues la naturaleza nos ha dado un lugar de paso donde detenernos, no donde habitar.”

Cicerón, Marco Tulio, Catón el Mayor: Sobre la vejez, 84.

Las últimas páginas del libro De senectute (Sobre la vejez) de Cicerón están entre las que más me han impresionado en la literatura romana. Ahí uno encuentra la síntesis de su ideal de elocuencia: precisión y armonía en el decir, peso y sustancia en el pensamiento. Ahí, el gusto estético y la reflexión están totalmente entremezclados y no hay nada mejor que eso para un lector.

Lo que está de fondo en el pasaje es la creencia en la inmortalidad del alma, ese soplo vital que anima el cuerpo. Las ideas de Platón gravitan detrás de cada palabra, como una sombra que acecha a cada idea en torno a la muerte. Pero no es necesario comulgar con semejante concepción para intuir que se nos dice algo importante: no hay mejor manera de vivir que la que menciona Cicerón en boca del ya viejo Catón el Mayor; no tenemos otra opción sino vivir siempre, día a día, de tal modo que podamos considerar que no ha sido en vano lo que hemos hecho. Y no es necesario lanzarse a la “lucha social” para sentirlo, al menos eso creo yo. Basta con poder transmitir algo, sea conocimiento o una reflexión en alguien que quiere aprender, sea una emoción en un público, sea una visión del mundo o un sentido del deber en un hijo.

Y esto es lo importante: que tampoco hace falta estar convencido de la inmortalidad del alma para asumir la vida como un lugar de paso –una venta, como diría el Quijote–, pues pensar así nos hace siempre tener patente la muerte. Esto que vivimos no es todo lo que hay, también hay un puro y llano dejar de existir. Pensar así nos hace saber que la muerte está encima de cada objeto a nuestro alrededor como una espesa capa invisible que lo cubre todo. Levanto una taza de café y la muerte ahí está, agazapada en cada trago, agolpada en cada mirada, hundida en cada pensamiento…

lunes, 23 de abril de 2012

“Si usted quiere verdaderamente entregarse a alguien más, cállese…

… Y si tiene miedo de callar con él –a menos que este temor sea el temor o la avaricia augusta del amor que espera prodigios–, huya de él, pues el alma de usted ya sabe a qué atenerse. Hay seres con quienes el más grande de los héroes no se atrevería a callar, y almas que no tienen nada que esconder tiemblan aun así de que ciertas almas las descubran. Hay otras que no tienen silencio, y que matan el silencio a su alrededor; y son los únicos seres que pasan realmente inadvertidos. No logran traspasar la zona reveladora, la gran zona de la luz firme y fiel. No podemos hacernos una idea exacta de alguien que jamás ha guardado silencio. Se diría que su alma no ha tenido rostro.”
Maurice Maeterlinck, Le trésor des humbles, Editions Grasset & Fasquelle, París, 2008, p.24.

El silencio del que habla Maeterlinck no es el común, es decir, el que es oscuro y cercano a la muerte, sino el silencio luminoso que a veces, muy esporádicamente, intuimos como una compuerta abismal e infinita capaz de unirnos súbitamente a alguien en ciertos momentos cumbre. Lo que nos dice el escritor belga, y de muy diversos modos, es que hay cierto tipo de silencio casi metafísico mediante el cual, por así decirlo, dos almas se ven frente a frente y sin ningún tipo de ropaje, sin ninguna aspiración, deseo o intención de por medio, sin ningún rasgo exterior de la personalidad que sirva como filtro. Callamos y de pronto es como si viéramos el verdadero rostro de alguien, lo más hondo, eso que yace debajo de la intrincada maraña de costumbres adquiridas, modos de ser aprendidos y complejos lentamente construidos a lo largo de los años. Por eso nos dice Maeterlinck que más vale huir de aquél con quien ni siquiera nos travemos a estar en silencio, pues muchas veces las palabras –sin demeritar su funcion y sus enormes capacidades– sirven más para esconder que para mostrar. Por eso el que jamás deja de hablar pasa inadvertido, pues nunca llegamos a conocerlo realmente.
Al leer y releer a Materlinck, se me ocurre que quizás esa comunicación silenciosa que a veces logramos tener con alguien durante ciertos instantes es la más sencilla de todas, y por eso mismo la más profunda. Es ahí donde aflora nuestra parte más simple e infantil, no ese rostro que es con el que vivimos día a día y que también es nuestro, muy nuestro, sino esa parte medular, intrínseca y vital, que conforma nuestro yo más elemental. Es casi como si fuéramos un gran pozo que, hacia abajo, termina en un extremo pequeño y muy básico, como si nuestra personalidad fuera un enorme cono. Si nos dirigimos hacia arriba, la complejidad aumenta y ahí encontramos nuestras aspiraciones, nuestros intereses, nuestros planes, nuestras ideas, nuestros modos de actuar, etc.; pero si comenzamos a bajar, vemos que ahí abajo reposa un ser de voliciones que no podrían ser más simples. Ahí, todo se reduce a un querer, querer existir, querer sentir. Ése es el extremo que logramos ver en alguien más cuando callamos. Ahí abajo, todos somos iguales.

domingo, 8 de abril de 2012

“Si de mí dependiera formarme a mi albedrío,…

…creo que no hallaría ningún modo de ser, por óptimo que fuera, en el cual me resignara a fijarme para no poder desprenderme; la vida es un movimiento desigual, irregular y multiforme. No es ser amigo de sí mismo y menos todavía dueño, es ser esclavo de la propia individualidad el seguir incesantemente y el estar tan domado por las inclinaciones, que no nos sea dable rehuirlas ni torcerlas.”

Montaigne, Michel de, Ensayos, Libro III, Capítulo III.

Varios ejemplos un poco prosaicos de lo que dice Montagine me vienen instantáneamente a la mente: ¿Cuántas veces hemos estado convencidos de que determinada fruta o verdura no nos gustaba y después de años de evitarla, al probarla por azares del destino, nos percatamos de que nos gusta? ¿Cuántas veces eludimos y rehuimos determinadas actividades con el pretexto de que “no encajan con nuestro modo de ser”, como cantar, bailar o incluso llorar? Pareciera que vivimos constantemente atados a lo que creemos que nos es propio y a ese modelo que eternamente construimos de nosotros mismos y que queremos siempre reflejar a los demás, y al hacerlo nos cerramos nuevas vías, nuevas posibilidades, nuevas formas de ser, pensar o sentir.

Somos muy propensos a olvidar precisamente eso: nuestra propia heterogeneidad, nuestra capacidad para cambiar y adaptarse, para aprender cosas nuevas. Y es verdad que quienes defienden ciertas ideas a ultranza muchas veces son de estrechas miras o de poco criterio, pues jamás se permiten romper sus propias reglas sólo para ver qué es lo que hay del otro lado, para adquirir otras perspectivas. Todos tenemos inclinaciones muy definidas, pero en ocasiones es bueno no seguirlas y aventurarse por otros caminos. Más de alguno podrá conducirnos a parajes insospechados.

domingo, 15 de enero de 2012

“Cuando se va llegando a cierta edad en la vida,…

… cuando hemos pasado largos años de juventud sobre los libros – millares de libros– y vemos que los libros dicen casi todos lo mismo, entonces –si el espíritu de curiosidad se mantiene vivo en nosotros– comenzamos a sentir un íntimo placer en la observación de las cosas triviales, diarias, prosaicas de la existencia, y, aun observando un resto de amor a la lectura, todo ese espíritu de curiosidad que antes hemos empleado en la letra impresa lo llevamos ahora a lo gestos y las palabras vivas. Y entonces también, ya calmados un poco por lo años, ya un poco desencantados de las sabidurías humanas, ya casi libres de las ilusiones de nuestra juventud, principiamos a ver en su verdadera luz a los hombres, y vamos descubriendo la complicada y honda raigambre de las acciones humanas y cómo todo se encadena en el vivir, y es fatal y es ineludible. Y entonces tal vez acaban de disiparse nuestros odios, nuestros rencores, nuestras indignaciones o nuestros entusiasmos de la mocedad. Y acaso queda como sedimiento en el espíritu una ironía indulgente o amarga, o un desprecio suave”.

Azorín, Tiempos y cosas, Salvat Editores, España, 1982, pp. 109-110.

Parece que Azorín retoma el tema barroco del desengaño del mundo y lo aplica al saber mismo que se encuentra en los libros. Llega un punto en que ante esas ganas de leer y conocer a autores y autores, uno se da cuenta de que no hay un final, sino sólo un camino en espiral que siempre da vueltas sobre lo mismo. Y entonces, la atención se vuelca sobre lo trivial, sobre lo que tenemos enfrente día a día. Desengañarse de los libros implica acercarse de un modo más crítico a la realidad misma, la más trivial y banal.

Y en correlación a esto, se opera un cambio sustancial en el ánimo: el ímpetu juvenil se disuelve y sólo queda en lo hondo una vaga pero esencial actitud irónica ante la vida, como si en lo más profundo de nosotros hubiera una mueca ante el mundo mismo, una mueca inquisitiva y atenta pero también sutilmente despectiva. La única actitud posible en tal caso, parece decirnos Azorín, es la de una ironía amable, una pequeña amargura permisiva.