lunes, 23 de abril de 2012

“Si usted quiere verdaderamente entregarse a alguien más, cállese…

… Y si tiene miedo de callar con él –a menos que este temor sea el temor o la avaricia augusta del amor que espera prodigios–, huya de él, pues el alma de usted ya sabe a qué atenerse. Hay seres con quienes el más grande de los héroes no se atrevería a callar, y almas que no tienen nada que esconder tiemblan aun así de que ciertas almas las descubran. Hay otras que no tienen silencio, y que matan el silencio a su alrededor; y son los únicos seres que pasan realmente inadvertidos. No logran traspasar la zona reveladora, la gran zona de la luz firme y fiel. No podemos hacernos una idea exacta de alguien que jamás ha guardado silencio. Se diría que su alma no ha tenido rostro.”
Maurice Maeterlinck, Le trésor des humbles, Editions Grasset & Fasquelle, París, 2008, p.24.

El silencio del que habla Maeterlinck no es el común, es decir, el que es oscuro y cercano a la muerte, sino el silencio luminoso que a veces, muy esporádicamente, intuimos como una compuerta abismal e infinita capaz de unirnos súbitamente a alguien en ciertos momentos cumbre. Lo que nos dice el escritor belga, y de muy diversos modos, es que hay cierto tipo de silencio casi metafísico mediante el cual, por así decirlo, dos almas se ven frente a frente y sin ningún tipo de ropaje, sin ninguna aspiración, deseo o intención de por medio, sin ningún rasgo exterior de la personalidad que sirva como filtro. Callamos y de pronto es como si viéramos el verdadero rostro de alguien, lo más hondo, eso que yace debajo de la intrincada maraña de costumbres adquiridas, modos de ser aprendidos y complejos lentamente construidos a lo largo de los años. Por eso nos dice Maeterlinck que más vale huir de aquél con quien ni siquiera nos travemos a estar en silencio, pues muchas veces las palabras –sin demeritar su funcion y sus enormes capacidades– sirven más para esconder que para mostrar. Por eso el que jamás deja de hablar pasa inadvertido, pues nunca llegamos a conocerlo realmente.
Al leer y releer a Materlinck, se me ocurre que quizás esa comunicación silenciosa que a veces logramos tener con alguien durante ciertos instantes es la más sencilla de todas, y por eso mismo la más profunda. Es ahí donde aflora nuestra parte más simple e infantil, no ese rostro que es con el que vivimos día a día y que también es nuestro, muy nuestro, sino esa parte medular, intrínseca y vital, que conforma nuestro yo más elemental. Es casi como si fuéramos un gran pozo que, hacia abajo, termina en un extremo pequeño y muy básico, como si nuestra personalidad fuera un enorme cono. Si nos dirigimos hacia arriba, la complejidad aumenta y ahí encontramos nuestras aspiraciones, nuestros intereses, nuestros planes, nuestras ideas, nuestros modos de actuar, etc.; pero si comenzamos a bajar, vemos que ahí abajo reposa un ser de voliciones que no podrían ser más simples. Ahí, todo se reduce a un querer, querer existir, querer sentir. Ése es el extremo que logramos ver en alguien más cuando callamos. Ahí abajo, todos somos iguales.

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