viernes, 10 de junio de 2011

“Escuchadme: vosotros habéis tratado a un ser humano durante años y años;…

… estáis ligados a él por la amistad o por el amor; conocéis todos los escondrijos de su espíritu; gozáis de todos los tesoros de su bondad y de su inteligencia. Y, sin embargo –oídlo bien–, este goce largo y tranquilo de una amistad o de un amor no os proporcionará este placer profundo, esta expansión de todo vuestro ser que experimentáis en estos momentos rapidísimos, al sentir que vuestro espíritu se pone en contacto súbito con el alma de una mujer que os es desconocida, que tal vez no vais a volver a ver; pero en la cual se ha producido también, de pronto, el mismo fenómeno que en vosotros, y con la cual, durante este minuto supremo, os sentís invenciblemente compenetrados…”

Azorín, Tiempos y cosas, Salvat Editores, España, 1982, pp. 124-125.

Acabo de leer por primera vez a Azorín –lo conocía sólo por el nombre, la verdad– y he de confesar que es uno de los mayores descubrimientos literarios que he hecho en mucho tiempo. Me dejó azorado. Es una de esas mentes enteramente volcadas a lo inmediato en tanto que principio generador de la reflexión, en la más pura tradición de Montaigne y Emerson.

Respecto al pasaje, creo que expresa algo que todos hemos sentido alguna vez. Y es que ese instante en que, por un azar inaudito, dos miradas se cruzan entre el ir y venir de transeúntes, es algo que muchas veces adquiere una densidad inusitada y logra calar en lo más hondo de cada persona. Es casi como si en ese segundo se condensara toda esa madeja de experiencias, proyectos y sentimientos que nos definen y nos delimitan. Es un puente súbito entre dos espíritus, un puente cuyo valor está también en el hecho mismo de que morirá, de que cada uno seguirá su camino en busca de ese algo que siempre está más allá y detrás del cual se esconde, quizás, la muerte.

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